Triana Kossmann nos cuenta cómo, mientras limpia, ordena, pinta, clasifica libros y organiza la recepción de donaciones, un barrio va haciendo realidad su sueño de tener su biblioteca propia.

Una compañera que me conoce por Revista Leemos y que vive a pocas cuadras de mi casa me contactó hace unos meses para decirme que un grupo de vecinos y vecinas quería volver a abrir la biblioteca que alguna vez funcionó en la Sociedad de Fomento. Eso fue hace mucho tiempo, pero algunos de los libros que integraban el fondo bibliográfico de ese espacio todavía estaban en el lugar.

Llegué a fines de enero por primera vez a la sede de Los Talas 3757, charlé con la presidenta de la organización y con Emmanuel Bonillo, sin dudas el principal impulsor de la idea de que el barrio tenga biblioteca. Nos pusimos de acuerdo y decidimos que antes de soñar con escritores invitados y grupos de lectura, primero había que limpiar, pintar, armar estantes, separar libros de basura, arreglar, clavar, reforzar, tirar, correr, sacar y volver a entrar.

Intentando ser realistas, pero también entusiastas, nos propusimos abrir la biblioteca a fines de abril. En una ciudad de bibliotecas cerradas hace un año, queríamos que el barrio tuviera la suya, de algún modo, de la manera en que se pueda, brindado algún tipo de servicio. Claro que nada de eso pasó. El trabajo era mucho para los pocos brazos que solemos dar el presente todos los jueves por la tarde, a menos que surjan cuestiones personales o laborales ineludibles.

Entre clavar maderas, pintar estantes, correr de acá para allá pilas de libros amarillentos, también empezamos a comentar que tal o cual conocía a alguien que juntaba libros para donar. Aparecieron las entidades de la ciudad que suelen estar en la movida, Casa de Veinte, el Centro Cultural La Ronda, y después de alguna publicación sin grandes pretensiones en las redes sociales, una tarde nos contactaron de diferentes medios de la ciudad para contar la historia de la biblioteca perdida entre calles de tierra.

El nuestro es un barrio que es reserva forestal, es un poco de chicos jugando afuera hasta tarde y otro poco de residuos de poda en cada esquina, de calles bastante más oscuras de lo que los vecinos quisieran pero también de trinar de pájaros desde temprano. Y así, a este barrio del norte de Mar del Plata los libros llegaron como avalancha.

De 13 seguidores en Instagram a 150 mensajes en un día de gente que quería donar. “Tengo estos libros, ¿a dónde los llevo?”; “¿Reciben enciclopedias y diccionarios?” (alerta spoiler: ya no); “Necesito un número de teléfono, mi vecina los vio en la tele y quiere contactarse pero no tiene redes sociales”; “¿Están pensando en un club de lectura? Me anoto!”.

Llamados, mensajes, coordinar para pasar a buscar los libros de la gente que no tenía cómo traerlos. Desde personas llegando con 3 libros en una bolsita, hasta grupos bajando cajas que deben haber hecho sufrir a más de una cintura para llegar hasta acá.

A los pocos días no había lugar en la biblioteca por dónde moverse para acomodar, limpiar, seguir ingresando material en el sistema y etiquetando, registrando y limpiando todavía un poco más. Seguimos seleccionando y separando lo que está en buenas condiciones, lo que sirve, de lo que ya solo tiene valor de papel porque tanto el contenido como el estado del libro no son aptos, ni para una biblioteca de un barrio perdido del norte de Mar del Plata.

En la Biblioteca Elena Ekimoff, que todavía no abre, que todavía no tiene más que cuatro o cinco lectores asociados, lo que ahora sí hay, y mucho, son libros. Algunos repetidos (me gustaría hacer una especie de concurso para que adivinen cuántos Rosaura a las diez habrá en esta biblioteca cuando terminemos de acomodar), algunos reparados a fuerza de plasticola y cinta adhesiva, algunos con dedicatorias ininteligibles, otros con señaladores antiquísimos y muy personales.

En esta Biblioteca, que todavía no es del todo biblioteca, pero que está en camino, cada libro cuenta no sólo la historia que contiene, sino también la que trae puesta, la de los otros lectores.

Yo veo esta pequeña habitación con ojos de conquistadora. Reviso las cajas como tesoros recién hallados, me horrorizo y me sorprendo, me emociono y me deleito con cada una.

Soy lectora desde chica, tuve el privilegio de trabajar tres años en una biblioteca protegida que lamentablemente ya no existe y que una compañera generosa me explicara cómo encontrar en los estantes lo que estaba buscando. Escribo notas sobre libros nuevos y entrevisto a escritores y escritoras todas las semanas para Revista Leemos, pero cada uno de estos libros, simplemente, me fascina: ¿Los habrán comprado con ilusión? Hay muchos que fueron regalos, sin duda. La gente que los donó ¿los habrá dejado a mitad de lectura? ¿Se habrán entretenido? ¿Los habrán llevado a la mesa de luz durante algunas noches? ¿Habrán sido buena compañía?

Cada libro de cada caja de cada donación, para mi y para mis vecinos y vecinas que tratamos de abrir una biblioteca en Las Dalias, es una oportunidad de enganchar a alguien a que de vuelta una tapa por primera vez en su vida, de enamorar a más gente de este artefacto dichoso que tiene milenios y sigue siendo una de las cosas más hermosas y trascendentales que ha dado la cultura.

Veo en todo este polvo y todo este desorden, en cada uno de esos montoncitos de páginas, una invitación a vivir, a vivir mejor. Y estoy ansiosa de que empiecen a pasear por las calles de mi barrio.

Mientras tanto, sigo limpiando y agradezco: A quienes donaron, a quienes intentaron, a quienes compartieron y a quienes esperan que pronto el Barrio Las Dalias tenga de nuevo su biblioteca.

@trianakossmann

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