La novela La Feliz, aquel verano del 88, editada por Edhasa, plantea una mirada reflexiva y desolada de la temporada que terminó en tragedia, cuando el campeón de boxeo -que había encarnado el sueño del ascenso social-, terminó en la cárcel por asesinar a su esposa; y el capocómico más importante cayó de un balcón frente al mar.

Camilo Sánchez, su autor, es oriundo de Mar del Plata pero desde muy joven se mudó a Buenos Aires, donde se inició en el periodismo. Ese verano volvió a nuestra ciudad para cubrir la noticia del femicidio de Alicia Muñiz en manos de Carlos Monzón y, luego, la muerte de Alberto Olmedo. 30 años después vuelve sobre esos hechos, pero con las licencias (y las exigencias) de la ficción.

Este sábado a las 19 presentará La Feliz en el Café Emilio Alfaro del Teatro Auditorium, acompañado por Agustín Marangoni y Sebastián Chilano. Allí seguramente desplegará su estilo reflexivo que, a través del teléfono -en una de las primeras entrevistas que brinda para hablar de la novela-,  se transparenta con respuestas pausadas y de gran agudeza.

Según me explica, esta segunda novela que publica –la primera fue La Viuda de los Van Gogh– “desarrolla un poco mi relación con la ciudad, de encuentros y desencuentros. Y de esa ciudad que nosotros conocemos tan bien y que pasa de la placidez al vértigo…”.

Llegaste ese verano a Mar del Plata con otro traje, digamos…

-Sí. Yo era de un barrio de las afueras, entre el Puerto y Punta Mogotes, una zona cerca de El martillo. Me vine a Buenos Aires a los 18 y a los 20 empecé a trabajar en el Diario Popular y enseguida me mandan a hacer temporada a la ciudad.  La visitaba como un extranjero. Y esto me permitió caminar con holgura por sitios que, por mis condiciones sociales y culturales, habían estado totalmente vedados. Así que fue rarísimo.

Durante aquel verano del ´88, Camilo trabajaba en Página 12, que era un diario nuevo: “Todavía no tenía enviados especiales, se editaba sólo 5 días a la semana, creo. Pero igual me mandaron cuando sucede lo de Carlos Monzón. Y siempre supe que eso sería el marco de una historia, porque fue un verano bisagra”.

Bisagra en todos los sentidos: en el nivel político, económico… En la novela pareciera que la pintura se empezó a desconchar, y vemos una mardel que termina siendo una joya de hojalata. Y también creo que la historia nos lo sigue contando…

-Fue un año en donde yo sentí que se perdió la inocencia. Después de la apertura democrática, lo que se llamó la primavera alfonsinista, ese año venía la hiper(inflación), todo lo que se había vivido con la apertura en cuanto al bagaje cultural en la post dictadura, post oscuridad total, y ese fue un verano donde se desmadró todo. Fue raro, aunque en la novela está forzado el clima de época en función de poder contar una historia. Digamos que no sé si fue todo tan así. Yo a esta altura desconfío bastante de lo que escribí, cuando me preguntan qué hay de cierto y qué no… juro que no lo sé.

Bueno, en realidad, nada es cierto: no hay verdad ni mentira, es ficción.

-Esa fue la idea. (Ricardo) Piglia lo dice mejor cuando dice que narrar es como jugar al póker: consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad y parecer verdadero cuando se está diciendo una mentira. Hay una linda tensión ahí. Yo soy un cronista y siempre fui eso. Hasta cuando fui crítico de teatro, me consideraba alguien que tiene la posibilidad de narrar algo que muchas veces está viendo todo el mundo y que vos le podes encontrar una vuelta porque le pegas una abrazada más al lenguaje, ¿no?

Como decís en el libro: “traficar poesía entre las crónicas deportivas…”

-Eso lo hacíamos realmente con un grupo de atorrantes que había en Perfil y me metí un poco. Es casi la única incorporación que tengo como fisgón, como quién cuenta la historia. Es algo que fui limando porque eran tan intensos los tres personajes centrales, el Claun, el Campeón y el Langa, y mi mirada intentaba ser reflexiva pero no alcanzaba nada. Me pareció que eso era solo para darle pie a otras cuestiones que también se hablan en la novela.

Y ese personaje, que es casi quien lee, me parece que también te permite hacer ciertas reflexiones y tener una mirada concreta sobre los hechos, porque más allá de que sea una ficción, una ve a ahí la historia retratada…

-Bueno, eso es un poco lo que te da tantos años de oficios en el periodismo gráfico. En La viuda de los Van  Gogh mi intriga era por qué Van Gogh exponía en las grandes ligas de Holanda cuando no había vendido más de dos cuadros en su vida, y empecé a tirar de eso y apareció Johanna. Pero en el caso de La Feliz, la empecé veinte veces y mucho antes que la otra, porque sentía que era mi ciudad, que era la cobertura, que yo había estado ahí, que no había que investigar más de lo que la memoria me indicaba.

Y, además, podía inventar… ya pasaron 30 años y los personajes eran míticos. Pero había muchas pulsiones puestas en esta historia: Cuando pasó la dictadura fue una especie de trauma colectivo, se acabó la fantasía de que se podía construir una sociedad más justa. Después vino la apertura democrática que duró este tiempito y que terminó ese verano. Y yo creo que, a quienes sobrevivimos a la dictadura, por lo menos nos quedaba el refugio de cierta salida: si eras exitoso en tu oficio, y si la remabas y si te iba bien… por ahí, zafabas.

Monzón y Olmedo habían sido un poco baluartes de ese ascenso social individual…

-Claro… Y estos dos ídolos de mi infancia se me caen ese verano: se acabó. En realidad, ya se había perdido la inocencia con la dictadura, pero además nos dimos cuenta de que tampoco había posibilidad de una salida individual, estos superhéroes que teníamos se nos transfiguraron: uno fue a parar a la cárcel asesinando a su esposa, casi delante de su hijo y el otro se cae de un balcón la noche que le dicen que va a volver a ser padre. Era un folletín.

Tardé 30 años en tomar distancia, para no caer en una cosa que era literaria de punta a punta.

Más allá de que estamos hablando de una ciudad balnearia de hace 30 años, la novela es de una actualidad feroz, esa obsesión por el brillo… sigue ahí.

-Si pasa eso me parece que tiene que ver con los talleres que doy en TEA para estudiantes de periodismo. Como dice Piglia, se narra el pasado pero se escribe desde el presente, eso es lo que vuelve contemporáneo un texto, que tenga la intensidad de los hechos pero siempre la escritura es presente. Entonces, es probable que aun cuando aludas a algo que sucedió hace 30 se te termine colando, se te va por los andariveles.

Y la verdad es que más allá de la fantochada, sigue siendo una ciudad amada para mí. Más allá de lo picante que a veces se pone, es una fiesta. Aunque parezca que me enojo, pero es como cuando te enojas con tu familia. Los que seguís queriendo siempre y a pesar de todo.

¿Qué esperas que lea la gente en esta novela?

-Querría que la gente lea un libro entretenido, que indague en esos mitos con cierta hidalguía, no con cinismo, no me interesaba que apareciera eso o el cancherismo. Porque me parecieron dos seres desesperados en gran parte. Quise mostrarlos así, como el engranaje de esto de que la fama no arregla nada, y de que la importancia personal no te salva. La calma está adentro, dice el personaje del Claun. Es raro lo que pasa cuando uno saca lo mejor de sí, cuando es atravesado por el lenguaje. Cuando uno no sabe bien como salen las cosas, son un vértigo, una obsesión que se va cumpliendo.

No quiero ser como un gurú. A mi me toca tener un oficio en el cual esto parecería que tuviera alguna incursión en el plano de lo social, pero la verdad es que yo puedo hablar solo de lo que hago. Puedo hablar de esta novela de la otra, o de mis 35 años de laburo en periodismo, de eso puedo hablar. Pero, después, la linterna en el pasillo oscuro la necesitamos todos, no hay otro viaje.

@trianakossmann