Quien alguna vez intentó escribir un cuento o una novela sabe que el comienzo es uno de los mayores desafíos. Por eso, uno avanza y vuelve a ese comienzo, y una vez terminada la escritura se pregunta si ese comienzo “habla” del contenido de la narración.

Anoté algo que escribió Patricia Highsmith, en Suspense. Ella sugiere iniciar un texto con algo que se mueva, un tren o alguien que corre… Lo dice así: “Me gusta que la primera frase contenga algo que se mueva y dé impresión de acción, en vez de ser una frase como, por ejemplo: «La luz de la luna yacía quieta y líquida, sobre la pálida playa».”

No sé si el tren o alguien que corre son buenos ejemplos, pero cuando tomo un libro, leo ese primer párrafo y siento, o no, un anzuelo que me muerde los labios y ya no me suelta. Estoy leyendo Mañana en la batalla piensa en mí, del español Javier Marías, que me  tiene sujeto; pero voy a una anotación anterior, un comienzo de otra novela del mismo autor que me aprisionó y me liberó al mismo tiempo:

“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él. (Corazón tan blanco, Javier Marías)

Después, no pude parar.