Los cortes en el tiempo – desde el fin de un milenio hasta un año nuevo cualquiera, como el que acaba de pasar- son propicios para los pronósticos. Desde los saludos que anticipan muchas felicidades y la decisión de dejar atrás un 2017 al que se le cargó el sino de su nombre quinielero –el 17 es la desgracia- hasta quienes recuerdan en voz baja que el 18 es “la sangre” o pronostican catástrofes inminentes. Desde los astrólogos hasta los ecologistas, desde los politólogos hasta los economistas, todos aprovechan un corte para aseverar sus visiones del futuro. El futuro desde el presente se vuelve prístino y claro. Evidente, es decir, que se puede ver.
La literatura no siempre funciona al ritmo de los cortes, pero el éxito de El cuento de la criada de Margaret Atwood, una novela de 1985 que se rescata a partir de la puesta en pantalla como serie, no es cosa para pasar por alto.
Atwood propone una distopía política, un cambio poderoso en las relaciones sociales que se produce, no a partir de una catástrofe externa como un fenómeno climático o una invasión extraterrestre, sino como consecuencia de la evolución de ciertas constantes presentes en la organización social previa.
¿Qué se narra en este libro? Los Estados Unidos han sido reemplazados por una nueva nación llamada Gilead, una nueva nación teocrática, altamente estratificada y autoritaria, en la que las mujeres representan el grupo más sojuzgado. La criada del título pertenece a una clase/casta dedicada exclusivamente a la procreación: “somos matrices en dos piernas, eso es todo: somos vasos sagrados, cálices ambulantes”. Todo en nombre de la prolongación de la especie, amparada bajo el ruego de la bíblica Raquel: “Dame hijos o moriré”. Una sociedad en la que se ha proscripto el deseo y el amor y la desobediencia a las rígidas normas de comportamiento se condenan con la muerte, un escenario ideal para delatores.
Todo comienza con un atentado –vaga y tal vez falsamente atribuido a terroristas musulmanes- que termina tanto con el presidente como con el Congreso. La instauración del estado totalitario se da en nombre de la seguridad, de la protección y del resguardo de la integridad.
Lo mismo que se les repite a las mujeres: para evitar las agresiones sexuales, el abuso, las violaciones, la violencia urbana, se les impide leer, escribir, hablar, tener un nombre propio, decidir nada. “Les hemos dado más de lo que les hemos quitado, dijo el Comandante” y esa es una de las frases más fuerte, no sólo por lo que dice sino también por sus resonancias: cualquier lector sabe que la ha escuchado más de una vez en la vida real, si es que se puede llamar real a la que está fuera de los libros.
“Ya estábamos perdiendo el gusto por la libertad, ya nos parecía que estas paredes eran seguras”, dice la protagonista y a quien esto escribe le pasa lo mismo que en el párrafo anterior. “Todo lo que hemos hecho es devolver las cosas a los cauces de la Naturaleza”, insisten las notas que han sido tomadas para armar esta nota. Y el último escalofrío: “Yo también soy una persona desaparecida”.
Vuelve a cada rato a la memoria de quien esto escribe la admonición que Google dice que pertenece a Benjamín Franklin: “quienes sacrifican su libertad por su seguridad, están condenados a perder su libertad y su seguridad”. La instalación del sistema opresivo que describe Atwood ha partido de un deseo social. Algo así como la maldición china “que se cumplan tus deseos”. El germen estaba antes, las posibilidades estaban antes y el hecho puntual del atentado terrorista no hizo más que posibilitar que lo impensado tuviera lugar, en una sociedad que estaba muy cómoda creyendo sus libertades establecidas para siempre.
El principal modo de control que instaura el nuevo régimen es, como era de esperar, económico. La sociedad ha reemplazado el dinero en efectivo por tarjetas plásticas, en primer lugar, y por un sistema informático centralizado que permite comprar solamente entregando el número de cuenta para generar un débito: delicias que todos hoy consideramos facilitadoras de la vida. Fue suficiente cancelar las cuentas de las mujeres para transferir los fondos a sus maridos u hombres más cercanos. “Me imagino que lo que posibilitó las cosas fue el hecho de que lo hicieran de repente, sin que nadie supiera con antelación. Si aún hubiera existido el dinero en efectivo, hubiera resultado más difícil”, explica la narradora.
Al primero shock producido por el ataque, se respondió con la suspensión de las garantías constitucionales. Después siguió la censura de prensa y los controles cotidianos de pases de identificación: “todo el mundo lo aprobó, dado que resultaba obvio que ninguna precaución era excesiva”. Más tarde se cerraron las bibliotecas y se prohibieron los libros. Hubo muchos casos de desaparecidos y represión de opositores. Los niños robados, las voces silenciadas, las ejecuciones sumarias. Y la frase que resuena en la cabeza de quien lee: “todo el mundo lo aprobó”.
El cuento de la criada apareció por primera vez en 1985. En una entrevista durante su reciente visita a Buenos Aires Atwood dijo que la dictadura argentina le había inspirado algunas cosas. La criada, mientras narra su historia, se siente “una refugiada del pasado”.
Pensar en el pasado, pensar en el presente, pensar en el futuro mientras se lee.
Da miedo. Mucho miedo.
*Gabriela Urrutibehety es escritora, periodista y profesora. Autora de Con la muerte a cuestas, La banda de los seguros: discreta geografía criminal y Tres tipos ¿difíciles? Sigue el blog Diario de lector