En cinco minutos levántate, María (Alfaguara), de Pablo Ramos, cierra una trilogía. Cierto modo actual de narración –presente especialmente en cine y en series- predispone a los lectores a las continuaciones, las precuelas, las secuelas, los episodios laterales, esto es, alternativas basadas en la continuación de la trama. Continuaciones que pueden darse hacia adelante, hacia atrás o aún hacia los costados, como una especie de concreción de la novela que se escribe en “El jardín de los senderos que se bifurcan” de Borges. La línea argumental avanza velozmente porque el lector de estas narraciones –tanto en libros como en sus versiones fílmicas- es un lector hambriento: necesita saciar su apetito voraz con más y más peripecias, como diría el viejo Aristóteles.

La novela de Ramos pertenece a otra estirpe: En cinco minutos levántate, María vuelve a narrar lo narrado en El origen de la tristeza y La ley de la ferocidad desde otra perspectiva, a la manera de Durrell  en El cuarteto de Alejandría.

María es la madre de Gabriel, el protagonista de las anteriores, que se despierta después de haber soñado con su hijo y, en ese estado tan peculiar propio del tránsito hacia la vigilia plena, recuerda, revisa, repasa su vida familiar.  A través de su voz, el lector vuelve a acercarse a hechos que ya ha leído en los dos libros anteriores, pero descubre la forma en que María los ha vivido. Gabriel es el eje de la historia, como lo es en los libros anteriores aunque María, al pensar en su hijo, recupera su propia historia como una manera de superar la identidad de “esposa de” o “madre de”.  Lo que no supone pensar la identidad en un vacío: María, para recuperar quién es, debe restablecer sus vínculos con su propia familia, ser “hija de”, “sobrina de”, “bisnieta de”. Como Gabriel, que en su identidad de escritor borra el apellido paterno y firma con el materno, María transita esta duermevela reencontrándose con la familia amputada por el casamiento. Una familia que determina una forma de ser, porque los apellidos, las estirpes, los orígenes español o italiano nos son los que nos hacen ser.

Los personajes de Ramos sienten que se definen en el cruce de dos diagonales: la geográfica y la genealógica. La geografía es el barrio y, con mayor precisión, la casa familiar. En La ley de la ferocidad Gabriel recorre enloquecido (enloqueciendo) varias veces en tres noches el trayecto barrio-capital y revisa. Por el contrario, María transcurre las 192 páginas de la novela quieta en la cama del cuarto sin ventanas de la casa de su suegra que ha intentado que fuera suya desde el casamiento.  Prolongando los cinco minutos antes de levantarse hasta hacerlo inmóvil, María genera desde la quietud la acción que hace que uno siga adelante, sin detenerse, en la lectura. El espacio cerrado, la ausencia de estímulo exterior con excepción de los ronquidos del marido, la mente en movimiento: Ramos usa un mecanismo narrativo de ilustre linaje (Molly Bloom, por ejemplo) para introducir una narración hecha de retazos, de pequeñas escenas unidas por la caprichosa organización del recuerdo y la asociación arbitraria.

Para el lector la tarea es mayor, porque esos retazos deben unirse con los de los otros libros. La propuesta es la de varias voces que asedian a la historia por contar, en una estrategia de enmascaramiento del narrador como unificador del discurso.

Por eso, este tipo de trilogías más que un lector angurriento capaz de devorar tres volúmenes de 600 páginas al hilo o seis temporadas en un fin de semana, prefiere un lector que se demore en mirar atentamente, en sentir con más tranquilidad, en recuperar la calma y en escuchar las voces silenciosas, los silencios espaciosos, los espacios acotados. No un erudito, porque no es ese el estímulo de la prosa de Ramos, más bien un lector gourmet.

 

*Gabriela Urrutibehety es escritora, periodista y profesora. Autora de Con la muerte a cuestasLa banda de los seguros: discreta geografía criminal y Tres tipos ¿difíciles? Sigue el blog Diario de lector