Praga me recibe con sus bajas temperaturas, el cielo bien transparente y sus cambios de colores en el paisaje. Dicen los vecinos del lugar, que los que visitan Praga aseguran luego que es fríamente hermosa. Y tienen razón. Ambos.
La noche allí comienza temprano y la temperatura baja rápido, lo cual solo puede paliarse con el tradicional “vino caliente” que te ofrecen en sus calles.
Uno cruza el puente de Carlos (en checo, Karlův most), el más viejo de la ciudad y el que nos lleva sobre el río Moldava desde la Ciudad Vieja a la Ciudad Pequeña, y ahí nomás, escondido detrás de una esquina, te chocás con el museo dedicado al más representativo de los escritores checos: Franz Kafka.
Un espacio plagado de tesoros, del propio Kafka y de otros, que no dejan de golpear aun en mi espíritu. Allí encontré primeras ediciones del autor, sus manuscritos y sus diarios, así como una edición de la Crítica de la razón pura de Kant, fechada en 1913, y hasta un ejemplar de la Fenomenología del espíritu de Hegel de 1907.
En el museo todo es emotivo y oscuro, quizás gris. Como la ciudad en invierno. Como el propio río Moldava. Como el propio Kafka. El mismo que está por todos lados. El mismo que nos invita a pasar y nos empuja hasta dejarnos caer, como en los sueños, hasta un fondo al que nunca alcanzamos. Y todo es angustia y llanto y desesperación y seguimos cayendo kafkianamente sin despertar. K nos deja entonces así, en la puerta de la vida. De su vida, y de la nuestra.
El museo se divide en dos. Una sala muy existencial, donde uno encuentra el influjo que la ciudad de Praga tuvo en el escritor y su obra. (Allí, uno siente que el propio Kafka lo lleva a recorrer Praga) Y una segunda sala, más topográfica, más imaginaria, donde uno llega a todos los sitios que el autor pone de la ciudad en su obra, a pesar de no referirse a ellos explícitamente. La Praga de la obra de Kafka es falseada por el propio Kafka para hacerla más propia e imaginativa.
Dicen que Franz Kafka escribe su Carta al padre, bajo el pretexto de fundamentar ante él, el temor que este le influía. La carta debería haber sida quemada, pero, como ya se sabe, su amigo Max Brod, quebrantó sus órdenes y nos salvó a todos. “A este escrito apenas se lo puede llamar carta, es un pequeño libro” dicen que dijo Brod tratando de justificar su traición.
El tema del texto es el propio Kafka, pero las coincidencias y la empatía que cualquier lector encuentra en él, lo hacen incómodamente atractivo.
Bajo una estructura simple y un lenguaje sencillo, poblado de expresiones habituales de la vida cotidiana, Carta al padre es una muestra clara de cómo, en el intento de educar a su hijo, un padre puede influirlo negativamente a lo largo de su infancia y adolescencia.
La carta está dirigida a su padre. Y ante él, K. denuncia su angustia existencial y su fundamentación, como consecuencia de la relación que mantuvieron. La figura de autoridad, fuerte y firme que su padre imponía, lograron dominar a un Kafka que confiesa haber resignado mucho de su vida y de su personalidad, para resultarle un buen hijo, para caerle bien. Confiesa también haber sufrido. Haberse sentido derrotado. Pero también libre, aunque fuese una libertad ilusoria, pero plena en su espíritu. Según diferentes interpretaciones, el padre de Kafka, Herman Kafka, quería generar en su hijo un ser próspero y con futuro, que se esforzara para enfrentar lo duro de la vida, así como le había tocado él. Por el contrario, el joven Franz se encerraba más y más en sí mismo y volcaba ese dolor y ese desengaño en su alma para luego transcribir en sus primeros escritos.
Texto simple y muy duro para la lectura de cualquier padre que pueda encontrarse en algunas de las críticas por ahí apuntadas. Texto simple y duro también para cualquier hijo que pueda descubrirse llevando adelante las mismas denuncias en forma silenciosa y reviviendo la experiencia narrada que los asemeja.
Con más pena y tristeza que culpa, Kafka llena su vacío con literatura y abre en nosotros una duda existencial sobre la “presencia-ausencia” de la figura del padre, encontrándose el lector, en cualquiera de las dos contingencias, es decir, o siendo padre o siendo hijo.
El texto es bello en cuanto a la fuerza que tienen aquellos recuerdos de niñez que nos acompañan para siempre. Todo aquello que está ya tan lejano, pero tan cerca a la vez, forma una parte de nuestra vida, y nos forma haciéndonos un todo. Un todo brilloso hoy, a través de estas lágrimas, pero tan gris de pesares que nos ayudan a crecer, intentando no repetir en nuestra descendencia, aquello que hoy aun nos atormenta.
Pero quién sabe. Quizás no podamos evitarlo. Y seguro que en algo nos equivocaremos. Pero al menos valdrá el intento por criar hijos más libres y pasionales, pagar ese precio de recibir la crítica.
K. escribió a su amigo Oscar Pollak alguna vez, “… Praga nunca te suelta…” y es tan cierto, como que el propio Kafka tampoco lo hace. Así como tampoco lo hace su mundo. Es tan potente en realidad, que no solo no te suelta, sino que vos, tampoco querés ser soltado. No quiero dejar Praga, ni a Kafka, ni a su mundo. No quiero dejar esta relectura de Carta al padre, hoy que me encuentra más grande en edad y tan cerca del mundo de Kafka. Así como tampoco quiero dejar por ahí el recuerdo de la última mirada de mi padre, de su última palabra en mi oído, de su último roce con mis manos. Uno guarda todo eso junto a algunos reproches, siempre hay algunos, pero hoy ya no sé si tienen sentido. Como dice el propio Franz, “…no deseaba yo, como no lo deseo nunca, ser un obstáculo para tu vida y, en segundo lugar, jamás quisiera ser víctima de semejante reproche por parte de un hijo mío”.
@bernabetolosa