Leer Los que duermen en el polvo de Horacio Convertini permite revisar las posibilidades de la narrativa argentina de pensar el país en términos de apocalipsis. Terrible accidente del alma de Saccomanno, Plop de Rafael Pinedo, El año del desierto de Pedro Mairal o El rey de los espinos de Figueras, por mencionar rápidamente algunos, plantean una Argentina distópica, ubicada en un futuro no demasiado lejano, en el que nada queda en pie y en donde la disolución (error de tipeo: desilusión) es el escenario.

En esta línea se ubica la novela de Convertini: una peste se ha desatado de este lado de la cordillera, una peste que convierte a quienes infecta en “bichos”, zombies que se multiplican por millones y amenazan a los que sobreviven intactos.

Esta epidemia -de la que no se menciona causa sino lo contundente de su presencia- ha terminado con el país conocido, del que Río Gallegos es capital operativa. Sin embargo, un grupo ha decidido defender un enclave en el barrio porteño de Pompeya, por lo que la historia se desarrolla como una anti-épica, una épica de tono invertido: la defensa heroica es puro cálculo político de baja estofa, golpe palaciego de vuelo bajo, especulación mercenaria de cuarta.

El mundo se derrumba y nosotros seguimos rosqueando: más allá de la catástrofe, la historia que se narra es la de gente que sigue haciendo lo mismo: en el pequeño mundo del enclave porteño, civiles y militares reproducen al infinito costumbres argentinas de subsistencia mezquina, empezando por la conversión del otro, el miserable que vive cruzando el Riachuelo, en una amenaza feroz. En este sentido, el futuro distópico funciona como un espejo de aumento del presente, un tiempo espeso en el que, además de la trama política, surge una historia policial y una historia de amor.

Mientras Lele Figueroa, el jefe del enclave pompeyano, aparece como motor de la primera, Jorge, el periodista, es el protagonista de las otras. Narrador de los hechos, Jorge es un testigo absolutamente pasivo de la catástrofe. Su única acción es mirar y recordar, tanto que en la avanzada de Pompeya se le otorga como vivienda su propia casa anterior a la destrucción. Como tal, se contrapone a los “hombres de acción”, como Lele o como los militares que custodian el lugar. Inserto en la tradición literaria de testigos que sobreviven, es el último que queda para contarla, cuando todo ha terminado. Pero también es el que recuerda y, al recordar, trasmite las claves para armar el rompecabezas de todas las tramas. Custodio de los antecedentes, Jorge es la voz que el lector sigue para organizar el presente narrado en un marco interpretativo que, como buen policial, conduce al eureka único y definitivo que clausura el relato.

El apocalipsis, así, actúa como marco de una historia que lleva a pensar que la nostalgia tanguera –Rivero cantando Sur por los altorparlantes para ¿agradar?¿conmover? ¿asustar? a los bichos- deriva en una concepción de un presente inevitablemente repetido. Lejos del pasado añorado en el tango de Manzi, lo que el apocalipsis argento de Convertini termina demostrando, discepolianamente, es que todo es igual, nada es mejor.

Y que esta condena, esta peste, volverá una y otra vez, bajo distintas máscaras, distintas sombras, distintas voces.

 

*Gabriela Urrutibehety es escritora, periodista y profesora. Autora de Con la muerte a cuestas, La banda de los seguros: discreta geografía criminal y Tres tipos ¿difíciles? Sigue el blog Diario de lector