Nuestro país vivió un sacudón en estos días. Más allá de cualquier suspicacia o intento de sembrar dudas, lo cierto es que un arma de fuego aparece en primer plano frente a la cara de una vicepresidenta elegida democráticamente y durante varios días vimos en un loop incesante cómo se acciona el gatillo una y otra vez.

En todo esto, hay una palabra que suena más fuerte que cualquiera, tras la seguidilla de repudios, dudas, culpas y enojos. Volvemos a hablar de democracia.

¿Qué puede decir un medio de comunicación sobre libros como es Revista Leemos sobre este tema? Personalmente, creo que no está de más recordar el valor que los libros en general, y la literatura muy en particular, cobran frente a estos hechos. ¿Qué sentido tiene hablar de novelas de amor o de aventuras cuando puede ser que estemos ante un riesgo claro de resentir nuestra democracia? Yo digo que tiene todo el sentido.

Leer es estar abierta a percibir, a comprender, a conocer. Cuando una persona abre un libro, recorre sus líneas con la mirada, está percibiendo un texto, una visión de mundo. Lo que piense sobre eso que lee, si está de acuerdo o no, si le gusta, la convence, la enoja, o la emoción o el análisis que surja de eso, es independiente y secundario, por el momento.

Leer es lo contrario de la violencia. Cuando hay violencia hay imposición, hay fuerza e intencion de sometimiento. Cuando leemos buscamos conocer a ese otro, o eso otro, lo que no soy yo. Y cuando leemos literatura, mucho más.

Las personas que leemos literatura estamos dispuestas a conocer una historia que no nos es propia. Me paro frente a esa historia sabiendo que no es mi historia, un sentimiento que no es mi sentimiento, unas experiencias que no son mías pero de las cuales espero poder apropiarme, poder aprehenderlas, es decir, asirlas, tomarlas y hacerlas parte de mí. Vivirlas como si pasaran por mi propia carne.

Leer es incomodar

Leer libros es todo lo contrario de repetir. Muchas veces sorprende cuando los niños y las niñas se empecinan en que les lean siempre el mismo cuento aunque lo puedan seguir de memoria. Una de las razones por las cuales esto pasa es que cuando somos chicos buscamos seguridad, disfrutar de lo conocido, lo que podemos prever.

Cuando las personas crecen se van acercando a otros desafíos, a recorrer caminos desconocidos, a correr el riesgo de encontrarse con algo que no les gusta, que no comparten, algo en lo que no creen o que les incomoda. Eso le pasa en general a las personas lectoras, casi todo el tiempo.

No todo lo que leemos nos gusta y a veces decidimos dejarlo y seguir con otra cosa, a veces elegimos llegar hasta el final para convencernos de que, efectivamente, eso no nos gusta. Pero, en general, es un riesgo que asumimos quienes leemos: lo indeseable puede aparecer y cada quién decide cómo hacerle frente.

Pero, en esencia, no hay que olvidar que leer es encarar la otredad. Esa palabra, la condición de ser otro, lo extraño, lo ajeno a mí, lo que no soy yo, todo eso, todo está en los libros, en las novelas, en los cuentos, en la poesía, en la literatura toda. Está apareciendo todo el tiempo, está interactuando, buscando conmoverme, enojarme, enamorarme, en fin, modificarme.

Por eso, y aunque el título de esta nota es, antes que nada, una provocación, las novelas de amor, las de suspenso, los policiales, las narraciones de aventuras, las más descollantes novelas de ciencia ficción, todos los géneros o sin géneros, la poesía, la literatura toda puede ser un camino de no-violencia. ¿Por qué? Porque nos obliga a aceptar a ese otro, a veces hasta comprender sus razones y sentir empatía por él. Me obliga a reconocer que no soy el parámetro de todas las cosas. De ninguna cosa aparte de mí y de mi vida.

Frente a esa soledad, y toda esa inmensidad de posibilidades, nos deja la literatura. Otras artes o disciplinas pueden lograr un efecto similar y probablemente sean tan necesarias para enriquecer nuestra convivencia como la lectura de literatura.

Literatura, lenguaje e ideología

Pero además, y aunque para muchas personas esto puede resultar un tanto obvio es mejor dejarlo por escrito acá también: no existe el texto sin ideología, porque la ideología es intrínseca al uso del lenguaje para comunicarnos.

No hay lenguaje neutro como no hay personas sin ideología. No, tampoco los autores y autoras de novelas de amor, de suspenso o esos dramones existenciales e inolvidables. Puede suceder que las personas hablantes (escribientes) no sepan dilucidar cuál es su propia ideología, no se identifiquen con alguna de las corrientes reconocidas o prefieran no hacerlo. Pero ahí está, cuando elegimos una palabra en vez de otra, o hablar de un tema (o evitarlo). Igual en la literatura.  

Esto es así porque la ideología es la forma en la que concebimos el mundo, el sistema de ideas que justifica nuestras acciones y nadie puede sacarse la ideología de encima, como quien se saca una prenda de ropa, para escribir un texto.

Hay formas de enmascararla, de disimularla. La mayor parte de las veces quienes escribimos (la ciencia, el periodismo) intentamos parecer imparciales, neutros, usamos una retórica objetivadora porque es parte de las convenciones sociales. Pero el lenguaje es, esencialmente, ideológico, de modo que no podemos comunicarnos sin hablar “desde algún lugar”.

Lo mismo pasa con las autoras y los autores de novelas, cuentos, poesía o lo que sea. El texto es un discurso y la lectura es un diálogo entre dos (muchas) ideologías.

“Más libros, menos violencia. Democracia para siempre” fue lo único que atinamos a poner en alguna historia perdida en nuestras redes sociales el pasado viernes 2. Estábamos frente a un atentado a la vicepresidenta, una persona que encarna una institución de la democracia y que integra uno de los poderes que son condición para el funcionamiento de la república. A veces hace falta recordar que son dos cosas diferentes y que ambas son formas que adoptó nuestro pueblo para dirimir su convivencia y la administración del poder.