Cuando publiqué mi primer libro ya tenía bastante experiencia como periodista y editor, por eso no “sufrí” la intromisión del editor (editora en aquel caso) que me señaló algunos defectos, me sugirió algunos cambios, me pidió relativizar alguna afirmación aventurada e incorporar algún  sinónimo. Corregir lo que me habían señalado me dio mucho placer y me hizo ver que estaba ante una editora muy atenta, inteligente y culta. Eso me tranquilizó.

Como editor me tocó hacer la misma tarea con otros escritores y la reacción de la mayoría de los profesionales era similar a la mía, de agradecimiento y en algunos casos, por qué no decirlo, de admiración. Pero también había algunas reacciones no esperadas por mí: algún escritor sin mucho vuelo defendía “su texto” como si le estuviera criticando a su hijo, que suelen ser perfectos como todos los hijos.

Hablando de sus experiencias como editor, el escritor Gardner Botsford sintetizó: “Cuanto menos competente sea el escritor, mayores serán sus protestas por la edición. La mejor edición, le parece, es la falta de edición”. Esta afirmación puede sonar incomprensibles para los jóvenes escribas, muchos de los cuales suelen sentarse frente a su profesor, a sus colegas y hasta ante su editor a esperar los aplausos. Cuando estos no llegan –como casi siempre- se indigna y despotrica contra la incomprensión del mundo; el remedio para un original deficiente es simple: escuchar lo que le dicen, releer el original, corregirlo cuantas veces sea necesario, y olvidarse de los aplausos.

Durante muchos años, Botsford fue el histórico editor de la revista literaria más prestigiosa de Occidente: The New Yorker y cuenta que en más de una oportunidad le tocó “bailar con la más fea” aunque él emplea otra comparación.

Según su prisma, lograr buen texto “requiere la inversión de tiempo, por parte del escritor o del editor”. Recuerda un escritor “muy rápido para entregar pero que obligaba a sus editores a estar despiertos toda la noche corrigiendo sus textos”. En cambio a otros les costaba mucho escribir y entregar a tiempo, pero  “cuando entregaban, se podía editar tan rápido como tomar un café”, según Botsford.

En un libro titulado A Life of Privilege, Mostly (algo así como “Una vida de privilegios, básicamente”) sintetiza, con inteligencia y humor, las reglas del buen editor. Entre otras observaciones, Botsford afirma que “los buenos escritores se apoyan en los editores; no se les ocurriría publicar algo que nadie ha leído. Los malos escritores hablan del inviolable ritmo de su prosa”.

El editor de marras hace una observación que a mí me resulta llamativa y no si estoy del todo de acuerdo, pero a juzgar por su experiencia debo,en principio, darle crédito. “Al editar –dice-, la primera lectura de un manuscrito es la más importante. En la segunda lectura, los pasajes pantanosos que viste en la primera parecerán más firmes y menos tediosos, y en la cuarta o quinta lectura te parecerán perfectos. Eso es porque ahora estás en armonía con el escritor, no con el lector. Pero el lector, que solo leerá el texto una vez, lo juzgará tan pantanoso y aburrido como tu primera lectura”. Y concluye: “Si te parece que algo está mal en la primera lectura, está mal, y lo que se necesita es un cambio, no una segunda lectura”.

Bastford tiene en claro su oficio. “Editar y escribir son artes, o artesanías, totalmente diferentes”, aclara. “La buena edición ha salvado la mala escritura con más frecuencia de lo que la mala edición ha dañado la buena escritura. Eso se debe a que un mal editor no conserva su trabajo mucho tiempo, mientras que un mal escritor puede continuar para siempre. La buena escritura existe al margen de la ayuda de cualquier editor. Por eso un buen editor es un mecánico, o un artesano, mientras que un buen escritor es un artista”.