El sello Emecé, del grupo Planeta, acaba de reeditar la novela Salvatierra de Pedro Mairal, aprovechando los récords de ventas y de crítica de su última publicación La Uruguaya.

Quienes tuvieron una experiencia temprana con este autor, digamos que desde Una noche con Sabrina Love en 1998, no se sorprenden cuando se encuentran con comentarios acerca de su capacidad narrativa, un gran dominio del “tempo” de la historia y la creación de atmósferas acabadas.

En Salvatierra, el autor se sube a su bote construido como relato-pintura, pero en vez de esforzarse para llegar a algún lado, parece que la corriente simplemente lo arrastra hasta donde quiere ir. Los hijos de Juan Salvatierra -talentoso y absolutamente desconocido artista plástico-, vuelven a Barrancales inmediatamente después de la muerte de su madre para intentar poner en valor y dar difusión a la obra de su padre, fallecido hace ya varios años.

La historia se centra en Miguel, el hijo menor que durante su niñez acompañó al artista en sus tardes de pintura, preparando telas, construyendo pinceles, consiguiendo los implementos necesarios para que Salvatierra desarrolle su monumental obra pictórica, la misma que ahora se arrumba en un galpón.

Pero más allá de la trama del “descubrimiento” sobre quién es ese artista y quién es ese hijo, de la búsqueda de una parte extraviada de la obra, Mairal pinta -no hay otro modo de decirlo- escenarios, personajes, situaciones como trazos de colores que fluyen a lo largo de las páginas con la misma aparente placidez que corre la vida a la vera del río.

Y, justamente, Salvatierra es también un relato-río. Un río omnipresente y mudo, como el propio personaje del artista, que a veces desborda e inunda dejando marcas de tristeza, que a veces recibe manso los cuerpos que se bañan en él, y otras se viste con tonalidades radiantes en las dos orillas.

Miguel debe atravesar ese límite férreo y a la vez hecho de agua para aproximarse a lo que puede ser un borde de ese infinito que es su padre y que es el río, mientras que Mairal navega tranquilo, al escribirlo, en el mismísimo infinito de la literatura.

No pasa muy seguido, pero este es uno de esos casos en los que lamento que estemos hablando de una ficción. No existe ese cuadro ni existió ese artista… pero tengo el consuelo de que existe este libro.