Según el filósofo Baruch Spinoza, el tirano siente necesidad de la tristeza de sus súbditos. En la tristeza colectiva se funda el poder y el terror. El tema del poder, del poder absoluto, de la tiranía, ha convocado a escritores de todas las latitudes; pero no por casualidad, ríos de tinta sobre el tema han corrido sobre todo en América Latina. Nuestros tiranos sembraron tristezas y las obras que los retratan algunas sonrisas; así es el alma humana, o al menos, el alma latina.
La literatura clásica ofrece ejemplos paradigmáticos donde asoman figuras de dictadores aunque no siempre están centrados en ellos. El Creonte es importante en Antigona, la maravilla creada por Sófocles; o el contrito dictador Macbeth de Shakespeare se las trae; el que no se las lleva de arriba es el Comendador defenestrado en Fuenteovejuna. Quizás el más notorio sea Ubu (Ubu Rey (1896) y otros Ubu, la saga del inesperado Alfred Jarry. Ubu, un dictador de trazo grueso, procaz y ridículo, que encarna todas las arbitrariedades y excesos.
En nuestro país Juan Bautista Alberdi había apelado a la sátira en una obra de teatro que tituló El gigante Amapolas, en obvia referencia a Rosas. El español Ramón del Valle Inclán dramatizó su propio dictador latinoamericano con su Tirano Banderas y nuestro Roberto Arlt creó un dictador de pacotilla en Saverio el Cruel, donde un vendedor de manteca deviene déspota.
El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias (1946) es según los expertos “la primera verdadera novela del dictador”. Como es sabido, el “presidente” casi no aparece en la novela, son los personajes cercanos lo que muestran los terribles efectos de la dictadura. Toda la obra del escritor guatemalteco está escrita desde la experiencia del exilio y de vivir bajo dictaduras.
Menos conocida, pero singularmente original es la novela del colombiano Jorge Zalamea, que Álvaro Mutis definió como “poema acusador de un verbo inagotable”. En El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952), el dictador prohíbe todas las formas de expresión lingüística. Allí se ofrece una gran parábola sobre el problema del poder y la palabra. El dictador comienza a tener problemas para expresarse y esto se acrecienta a medida que se acerca al poder. Como deja de hablar el lenguaje del pueblo decide anular la palabra. Allí Zalamea acuna una frase memorable: “La lengua es el jinete del pensamiento, no su caballo“, algo que los dictadores no supieron comprender.
La literatura de dictadores creó algunos ficticios que hacían recordar mucho a los reales, o dictadores reales que parecían ficticios. En Megafón, o la guerra (1970), de Leopoldo Marechal, el personaje del título es convocado para participar en una guerra que salvará a la Argentina de los males que padece. Esa guerra se libra en dos planos: uno terrestre y otro celestial. Mucha caricatura, mucho delirio. En un momento un personaje, el “Autodidacta de Villa Crespo” comenta: “Señor Capitán -dijo mostrándole con el índice la Casa Rosada-, en aquel extraño monumento que se parece a una mayonesa de langostinos, concede a esta hora sus audiencias el general don Bruno González Cabezón, también llamado ‘el hijo del choricero’, actual Presidente de la Nación por autocratismo ingenuo, usurpación de poder y absoluta falta de mollera”. Las alusiones de otros momento puede ser trasladadas sin compromiso del autor.
No nos olvidamos de otras textos célebres, como Yo, el supremo (1974), de Augusto Roa Bastos; El recurso del método de Alejo Carpentier; El otoño del Patriarca de García Márquez o la inigualable La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, y otros textos más actuales que recorreremos en otra oportunidad.