Hablar hoy de literatura y periodismo como espacios antagónicos suena anacrónico. El periodismo sin duda ya no es lo que era, y la literatura, por cierto, tampoco. Pero si el río que las separaba era, en otros tiempos, tan claro, hoy ya no lo es. Recuerdo una frase de Oscar Wilde, cuyo humor y martirio siempre me impresionaron: “¿Cuál es la diferencia entre el periodismo y la literatura? ¡Ah! El periodismo es ilegible y la literatura no se lee. Eso es todo“. No sé si esa frase acuñada hace más de un siglo tiene vigencia, pero algo de cierto encierra.

Ernest Hemingway, que supo ganar sus primeros dólares como periodista, decía que el oficio no era malo si se lo dejaba a tiempo; aunque luego tuvo frases más implacables contra el oficio que le dio de comer. El gran poeta norteamericano Walt Whitman destinaba todo su esfuerzo, talento y dinero a editar sus obras. La primera edición de Hojas de hierba, hoy un clásico, lo llevó a la ruina por lo que tuvo que  retomar su oficio de periodista. Fue editor, crítico literario y editorialista, pero lo suyo era la poesía, sin duda.

Un periodista grafico escribe, es decir, es un escritor, y lo que produce es un texto literario (sin entrar en detalles de calidad). La diferencia -una de ellas-, es que el periodismo se mete con ciertas “verdades” (las noticias) y la literatura trabaja con la verdad personal del autor. La distancia no está en el texto, según Tomás Eloy Martínez, sino en cómo ese texto “se divide cuando ocurre el encuentro con el lector”. Un lector que “sabe” de antemano, digo yo, que el texto que está abordando es literatura o es periodismo. Muchas veces, la situación de lectura determina la forma que adquiere el texto.

Sin embargo, un texto periodístico paradigmático –A sangre fría de Truman Capote– integra colecciones de “novelas” en la editorial que lo publica. Con los años, este texto ¿periodístico? ha devenido en “literario”, y uno no sabe si está frente a una novela o a una gran crónica. Eso no habla bien ni mal, porque el libro sigue siendo una obra maestra.

En otros tiempos denostar al periodismo era casi un hábito folklórico. George Bernard Shaw criticaba a sus colegas escritores que se ganaban una moneda en un oficio vil: “Periodismo: un montón de letras emborronadas por un irresponsable en el reverso de un aviso publicitario”, era su concepto de los únicos medios que se conocían en ese tiempo: los diarios. Mucho antes, el filósofo francés Jean Jacques  Rousseau lapidó a los periódicos: “Una obra efímera, sin mérito y sin utilidad”.

Claro, hoy nadie se atrevería a hacer esas afirmaciones, cuando la convivencia entre ambos oficios ha permitido pagar las facturas de gas y luz a más de uno. José Martí, César Vallejo, Roberto Arlt,  Jorge Luis Borges, José Donoso, Gabriel García Márquez, Carlos Monsivais, Martín Caparrós y siguen la firmas.

Precisamente García Márquez, premio nobel de literatura, tiene una obra periodística sobresaliente. Su Noticia de un secuestro supera, a mi juicio, a varios de sus libros “de ficción” tan celebrados.

Quizás convenga escuchar nuevamente a Tomás Eloy Martínez que observa que en nuestro continente la memoria (ficción diría yo) y la verdad se juntan tanto que los narradores son periodistas y los periodistas son narradores. Rodolfo Walsh es autor de una destacada obra ficcional sin embargo debe su lustre a una obra “periodística” ejemplar como Operación Masacre.

Mientras el periodismo volaba a ras del suelo no hubo dicotomías. Ahora que aparecieron grandes cronistas, se produjo un desplazamiento de lectura. Entonces cuando se habla del citado Caparrós, de la descarnada María Moreno, de la exquisita Leila Guerriero, del contundente Cristian Alarcón o de la diestra Josefina Licitra, por mencionar solo algunos, uno nota que la pregunta de ¿periodista o escritor? si acaso fuera sólida, se desvanece en el aire.