Además de muchas deudas, de mujeres indignadas y de hombres estafados, Honoré de Balzac dejó una obra monumental. “Trabajar es levantarme siempre a medianoche, escribir hasta las ocho, desayunar en un cuarto de hora, trabajar hasta las cinco de la tarde, cenar, acostarme y recomenzar al día siguiente”, escribió. El antídoto para el cansancio y el sueño era el café. “En cuanto se lo toma, todo se despierta”, decía el autor de Eugenia Grandet y cien obras más.
Además de la novela por entrega, Balzac “inventó” la figura del escritor profesional y la mitología de la escritura nocturna. Pero no es cierto que él hábito hace al monje; cada escritor inventó su hábito y por cierto fueron también productivos.
Simone de Beauvoir se levantaba muy temprano y no empezada su día sin una taza de té. Sin embargo, estas costumbres son nimias si las comparamos con las manías del poeta inglés T.S. Eliot que solía pintar su rostro con un polvo verde cuyos efectos todos ignoraban. Sus amigos creen que buscaba un “aspecto más interesante” que le permitiera rehuir a su imagen de empleado bancario de la que no podía sustraerse.
Su compatriota George Bernard Shaw, además de buen humor tenía sus excentricidades. Construyó una pequeña cabaña que montó sobre un mecanismo giratorio que permitía que su ventana siempre estuviera al sol. La llamó “The Revolving Writing Hut”. Allí el autor de Pigmalion permanecía aislado durante horas, pues mientras escribía no admitía interrupciones.
El autor de El Gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald, amaba a Zelda Sayre y al whisky. “Cualquier cosa en exceso es mala” sostenía “pero demasiada Champagne es justamente buena”. Su teoría era que la bebida le ayudaba a escribir. “Cuando paré de tomar durante tres semanas me salieron ojeras, estaba apático y no tenía ganas de trabajar”, comentó en medio de un síndrome de abstinencia.
Socio de borracheras, y enemigo íntimo de Francis, fue el talentoso Ernest Hemingway. Sin embargo, el autor de El Viejo y el mar siempre escribió sobrio –lo difaman–. Durante la primera guerra fue herido en una pierna, razón que lo hizo cultivar un extraño hábito. Escribía de pie, con zapatos, y sobre un tapete de antílope. En esa posición, la bebida hubiera sido contraproducente.
Al parecer no era el único. Lewis Carroll, el padre de Alicia en el país de las maravillas, y Thomas Wolfe, el talentoso autor de El niño perdido y una decena de obras, también escribían de pie. Ambos creía que eso incrementaba la productividad y hasta hacían defensa de la importancia de trabajar parados.
Si bien la escritura es un acto íntimo, en el que todo escritor intenta abstraerse del mundo, estas raras costumbres han trascendido, y algunos nóveles escribas lo tomaron como una “vía de inspiración”. Según Kodama, Borges no tenía rutina, se levantaba alrededor de las ocho, atendía gente, alumnos y se ponía a escribir “cuando las musas bajaban”. Dicen que James Joyce solía escribir tirado boca abajo sobre la cama. Para ello se vestía con un abrigo blanco y usaba un largo lápiz azul.
El norteamericano John Steinbeck (autor de Viñas de ira, entre otros clásicos) no se sentaba a escribir sin tener a mano doce (siempre doce) lápices perfectamente afilados sobre el escritorio. Y Truman Capote, supersticioso como pocos, no toleraba que hubiera más de tres colillas de cigarro en un cenicero, y si el teléfono de la habitación de hotel que tomaba incluía el número 13 pedía que lo cambiaran.
Más sobrio, más serio y más reservado, el ruso Vladimir Nabokov, autor de Lolita, elegía escribir dentro de su auto estacionado. Ese espacio le parecía la perfecta burbuja de quietud que necesita un escritor.
Paul Auster se levanta cada mañana, lee su diario, bebe una taza de té y camina hacia su pequeño departamento donde escribe seis horas. Después sigue su vida. Y el ya legendario Ray Bradbury dice que “la pasión me conduce hasta la máquina de escribir todos los días de mi vida desde que tenía doce años”, por lo tanto no se preocupaba por los horarios, y se acostumbró a escribir en ambientes ruidosos, ya que en su juventud vivía rodeado de sus padres y hermanos.
“Hay ciertas cosas que hago si me siento a escribir, me tomo un vaso de agua o una taza de té. Desde las ocho hasta las ocho y media permanezco sentado en alguna parte” reconoce Stephen King. “Me tomo mis vitaminas, pongo música y ordeno los papeles. El propósito de hacer todo esto cada día a la misma hora es el de comunicarle a mi mente que pronto se pondrá a soñar…”
El autor de En el camino, Jack Kerouac, cuenta que tomó su rutina de una película francesa sobre Händel (podría ser The Great Mr. Händel (1942): “Encendía una vela, me arrodillaba a rezar y luego escribía bajo su luz”.
Nuestro siempre referido Gabriel García Márquez describió su rutina en una entrevista: “Me despierto a las cinco de la mañana. Leo en la cama entre las cinco y las siete. A las siete me levanto, me baño y tomo el desayuno. Después me visto, como un empleado de banco que va a la oficina, y me siento a escribir. Escribo siempre vestido, nunca en pijama. Es una rutina que cumplo todos los días, no importa dónde esté. No sufro de bloqueos ni del terror a la página en blanco”.
Es decir, con las recetas se hacen tortas de vainilla. A la hora de escribir, ni hábitos ni recetas funcionan.
Nerio Tello es periodista, escritor, editor y docente universitario. Ha publicado alrededor de 30 libros, entre otros Periodismo Actual. Guía para la acción, Escritura Creativa y La entrevista radial (en coautoría con Marcelo Pérez Cotten).
Además, es colaborador permanente en el diario Clarín y de la revista Viajes y Turismo y del blog Turismología – Networking & Servicios.
Como docente ha trabajado en las Universidades Nacionales de Lomas de Zamora y de Buenos Aires. Y en las Universidades de Palermo, Del Salvador y Caece.
Pueden leerlo en su blog, Letra Creativa.