Contar en primera persona una historia de amor abre una posibilidad que, a la vez, atrapa y restringe. Es decir, permite meterse en la piel de la voz que narra mientras que se busca adivinar, desde esa mirada, el fuera de cámara, lo que está más allá, lo que se calla o no se puede decir. Ventajas del lector que goza de la posibilidad de estar en dos mundos a la vez: la silla donde se sienta a leer y el del pozo milagroso que las marcas negras abren sobre el papel blanco.
La ilusión de los mamíferos, -editado por el sello Literatura Random House– cuenta la historia de amor desde la perspectiva de uno de los dos amantes, el que comienza su presentación a partir de una negación: “no soy un oficinista” y concluye con una afirmación “voy a envejecer con un hombre”. En ese arco se mueve un relato que comprime al máximo la materia narrativa y potencia la capacidad expresiva del lenguaje.
La que se cuenta es una historia anónima, carente de nombres propios. Es decir, carente de nombres propios de personas. Excepto unas muy secundarias Tamara y Tatiana, los personajes son yo (el narrador anónimo), mi padre, la gran abuela, pero básicamente vos, el amante. Como si el relato fuera una conversación, una actividad que para el protagonista es “una de las formas menos exigentes y más fecundas” del sexo. Y ahí estamos, quienes leemos, asomándonos voyeurísticamente para ver de qué va la cosa. Y la cosa va de la soledad y de la soledad acompañada: los amantes se encuentran solo los domingos porque uno de ellos es casado y vive con su esposa e hijos en una casa con jardín. Va de la espera, de los días de semana desesperantes, en los que “la normalidad era una marea que subía sin pausa y que me disolvía de a poco” . Va de la relación con el padre, el de la infancia y el del ahora (“nadie puede tener vida propia y además un padre que envejece”): la escena de la visita al geriátrico y la caminata posterior es de una ternura inmensa. Va del recuerdo de la gran abuela, una mujer áspera que fue la única “que me vio”.
Frente a este anonimato humano, hay en la novela una muy marcada referencia a lugares: calles, bares, plazas, estaciones de subte de Buenos Aires aparecen mencionados con obsesión. Una geografía urbana modesta, barrial, por la que circula muchísima gente anónima, como si fuera el lugar el que tuviera capacidad agónica y por donde los actores de esta historia caminan. Casi nada, porque la historia que vale la pena está escondida dado que “lo nuestro era el interior, encontrarnos puertas adentro en la atmósfera controlada de la cápsula de mi departamento”.
El interior, la calle: una dinámica que tensa todo el relato. El amor puertas adentro al que el lector voyeur se asoma sin pudor. La calle de las caminatas donde la única marca de amor es ponerse la campera del otro. “La calle como el vertedero donde toda la forma se licua, donde todo termina”.
Y todo el tiempo, la voz del narrador que va contando cómo se va armando en su interior, en el modelo más clásico a pesar de todas las rupturas mencionadas, una muy buena historia de amor.
@gabyurruti
*Gabriela Urrutibehety es escritora, periodista y profesora. Autora de Con la muerte a cuestas, La banda de los seguros: discreta geografía criminal y Tres tipos ¿difíciles? Sigue el blog Diario de lector.