“He aquí cómo se quieren los hombres de este tiempo: mal” admitió el filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre ante la tumba del también filósofo Maurice Merleau-Ponty. Habían tenido una larga amistad, sin embargo, arduas disputas intelectuales los alejaron hacia el año 1953.  Nunca ninguno de los dos admitió el alejamiento, pero no se vieron nunca más. Sartre habló de “una desavenencia que no ha tenido lugar”. En 1961, cuando muere Merleau-Ponty, de alguna manera acepta el malentendido y se lamenta.

El tema de la amistad ha recorrido la historia de las letras como afirmación y como negación. Los argentinos, que hacemos un culto particular de la amistad, heredamos quizás un paradigma literario que nos ata: la relación entre Martin Fierro y su compadre, el sargento Cruz, ejemplo de fidelidad y compañerismo. En la ilegalidad y sobre todo, en la desgracia.

Se podría decir que las letras castellanas se abren con una gran amistad, asimétrica es cierto, pero amistad al fin. Miguel de Cervantes Saavedra exalta la extraordinaria camaradería entre Don Quijote y Sancho Panza. La fidelidad del rústico Sancho es conmovedora, no cuestiona, acompaña, no vacila.

Supongo que cada amistad literaria remite a una experiencia o al menos a un deseo del autor por cultivar esas relaciones. En el cuento Los amigos de Cortázar se unen la amistad y la dolorosa traición. Pero la relación más conmovedora es la de Bruno, el periodista de El perseguidor, que acompaña insobornablemente el derrotero de Johnny Carter, el saxofonista de jazz adicto a la marihuana, alter ego de Charlie Parker, a quien dedica el cuento.

Precisamente ese cuento está precedido por una cita del Apocalipsis que dice: “Se fiel hasta la muerte” que de alguna manera refleja cómo vemos las amistad los latinos, o al menos, en nuestro país. Borges solía decir que la amistad es una de las pasiones argentinas y su largo vínculo con Adolfo Bioy Casares de alguna manera habla de esa pasión. Compinches y chismosos, divertidos y ácidos, no solo se veían a diario sino que compartieron varios libros como autores y hasta crearon un par de seudónimos que los unían.

En cambio los ingleses tienen un dicho que pone el acento en otro tema: “Una buena amistad prescinde de efusiones sentimentales, y las mejores, también de palabras”. James Joyce y Samuel Beckett, con sus diferencias de edad, tuvieron una curiosa amistad cuyos momentos más sublimes estaban encarnados en el silencio absoluto de ambos. Como sabemos, Joyce desplegó un lenguaje excesivo y voraz en sus novelas. Beckett en cambio, redujo su teatro a pocas, mínimas palabras.

Es imposible reseñar aquí la profunda unión entre los poetas Percy Bysshe Shelley y Lord Byron, que hasta murieron en edades cercanas. Y es legendaria la unión afectiva entre los alemanes Goethe y Schiller, un acontecimiento de carácter simbólico para los alemanes, porque supuso un encuentro productivo entre dos espíritus libres de rivalidad y de envidia. Ellos permitieron, o facilitaron, o generaron, el nacimiento de la literatura alemana, lo que no es poco.

Quien haya leído El Principito sabrá que todo parte de una tierna amistad entre el aviador y el pequeño príncipe que nunca olvida una pregunta. También la amistad del entrañable personaje con el zorro, dan cuenta de un amor profundo y sincero. (Porque precisamente la palabra “amigo” deriva de “amīcus”; que a su vez, en latín antes fue “amecus”, hija del verbo “amar”).

En ese libro, Antoine de Saint-Exupéry, resume el espíritu. “Hay amistades hechas de risas o dolores compartidos; otras de horas de escuela; otras de juegos de juventud, salidas, cines o diversiones; otras de un momento clave vivido en coincidencia; y luego están aquellas que nacen sin saber por qué… incluso de silencios comprendidos, o de simpatía mutua sin explicación”. O sea, la amistad.