Aquellos que hemos tenido la suerte de crecer cerca de los libros no encontramos demasiados argumentos para convencer a los que no tuvieron esa oportunidad y tampoco desarrollaron más tarde ese hábito. ¿Por qué lee uno? ¿Qué espera encontrar? ¿Qué tesoro inasible hay –o uno cree que hay- detrás de páginas y páginas en letras de molde?
Hace unos años hubo una campaña que se apoyaba en el lema: “El placer de la lectura”, lo que parecía muy ajustado a lo que sentimos aquellos que amamos los libros, pero que no sonaba igual para aquellos que no había probado nunca ese néctar.
Leer es un placer, pero para el que lee. Para el que no lee, leer es un trabajo arduo. De ese trabajo arduo, creo, deviene el placer. Pero sin duda que es una tarea espinosa. Estar en silencio, sin celular, abstraerse de los ruidos, apostar todo el tiempo y la paciencia a ese objeto. Cuando eso se entrena, qué infinito placer da sentarse con un libro recién comprado, ojearlo, sentir el vientito que lanza con olor a tinta, o con olor a viejo, y sumergirse en esa promesa de mundos que se abren a la imaginación, al deseo, al intelecto, al disfrute, al descubrimiento.
Claro, todas estas palabras no tienen ningún sentido para el que no lee (es como ofrecer un remedio desconocido para una enfermedad que no existe). Muchos estudiosos del tema han encontrado argumentos atractivos y hasta sorprendentes para convencer a un no lector de que lea. A veces esos argumentos siguen siendo tan abstractos como los que acabo de enumerar en el párrafo anterior.
Los norteamericanos tienen una particular inclinación –y presupuesto- para realizar estudios de todo tipo. La Universidad de Yale, por ejemplo, realizó una curiosa investigación que ¿demuestra? que leer afecta positivamente nuestra vida, tan positivamente, que, según dicen, alarga la vida de los lectores.
Los investigadores estuvieron siguiendo a cerca de cuatro mil personas mayores de 50 años con el propósito de evaluar el impacto de la lectura en la esperanza de vida. Conclusión, los lectores tienen una esperanza de vida 23 meses mayor que los no lectores (¿?).
Como no se andan con chiquitas, estudiaron las defunciones en un periodo de 12 años haciendo hincapié en las horas dedicadas a la lectura o a la no lectura (cuando no era difuntos). Según las conclusiones, leyendo tres horas y media por semana, se nos alarga la vida.
Cuando la investigación dice “leer” no es leer cualquier cosa. Las revistas o periódicos no acarrean estos beneficios. Los resultados del estudio pueden verse en http://www.sciencedirect.com/
Más allá de nuestras ironías, la preocupación es creciente dado que la lectura es una práctica cada vez más impopular quizás porque compite con nuevas tecnologías que parecen dar todo, a cambio de muy poco esfuerzo.
Hace un par de años, la Universidad de Emory, en Atlanta, realizó un estudio parecido pero se enfocaba en ciertos resultados intangibles. Leer, concluía la encuesta, hace más feliz a la gente y ayuda a mejorar la existencia. ¿Por qué? Pues, porque se incentiva el desarrollo psicosocial, aumenta el autoconocimiento y enriquece la empatía con el contexto. En otro estudio se afirma que “Los lectores están más contentos y satisfechos que los no lectores, y en general son menos agresivos y más optimistas”. Esta es la conclusión de una medición de felicidad elaborada por la Universidad de Roma III.
Lo paradójico de todo esto es que estoy tratando de convencer de las bondades de la lectura a un grupo de lectores empecinados que devoran una revista que se llama Leemos. Más allá de que nos estamos cocinando en nuestro propio caldo, no quiero dejar de transcribir, un pensamiento de Julio Cortázar que solo disfrutarán –no saben cómo lo lamento–, aquellos que encontraron, por azar o circunstancia, el “placer del leer”: “Un libro empieza mucho antes de su primera palabra y termina mucho después de la última” (Rayuela).