Cuentan que el poeta colombiano José Asunción Silva, aquejado de distintas dolencias, fue a ver a un médico amigo para explicarle un dolor imaginario. Le pidió que le dibujase en la piel dónde estaba el corazón. El médico le hizo un círculo en el pecho y el autor de Libro de versos (1923) y De sobremesa (1925) regresó a su casa. Se vistió de frac, se tendió en la cama, envolvió el revólver para amortiguar el ruido, apoyó el arma en la marca de su pecho y disparó. Tenía 31 años.
Si bien la nómina de escritores suicidas es extensa, hay casos que llaman la atención por la planificación y su anuncio. Uno de los mayores poetas catalanes contemporáneos, Gabriel Ferrater, además ensayista, crítico y traductor de Hemingway y Pavese (ambos suicidas), había fijado como límite de su vida los cincuenta años. Unas semanas antes de cumplirse el plazo, ingirió barbitúricos y se ató una bolsa de plástico alrededor de la cabeza.
Paul Lafargue, periodista, médico, teórico político y revolucionario, además yerno de Karl Marx (se casó con su segunda hija, Laura), es autor de un célebre y controvertido ensayo: El derecho a la pereza. Entrando en la madurez, el matrimonio llega a la conclusión de que los 69 años era una edad suficiente para terminar con sus vidas. El día que Lafargue cumplió esa edad (ella tenía 66, pero ambos estaban enfermos) se levantaron, se bañaron, se cambiaron y prepararon un té con scones. Luego se inyectaron ácido cianhídrico. Murieron al mismo tiempo sentados frente a su coqueto jardín.
En la París surrealista de la década de 1920, donde sobresalían Buñuel, Picasso y Cocteau, entre otros, asomó un poeta poco conocido pero no menos excéntrico: Jacques Rigaut. El joven entonces veinteañero -que solía dormir con un revólver debajo de la almohada y que siempre jugó con la idea del suicidio-, anunció que moriría a los 30 años. Entre otras tareas, fundó la Agencia General del Suicidio (título además de uno de sus libros). Sobre su final, escribió el poeta André Bretón:
“El 5 de noviembre de 1929, Jacques Rigaut, después de minuciosos arreglos personales y aportando toda la corrección exterior que exige –no dejar nada fuera de sitio, prevenir por medio de almohadas toda eventualidad de temblor que pueda ser una última concesión al desorden– se disparó una bala en el corazón.” Dicen que utilizó una regla para asegurarse de que la bala lo atravesara.
Cuando el poeta y dramaturgo alemán Heinrich von Kleist (El cántaro roto y La marquesa de O, entre tantos) tomó la determinación de suicidarse se apoderó de él una ferviente alegría. Escribió a una prima confesando el propósito y que lo acompañaría en la última aventura, Henriette Vogel, una dama casada y enferma de cáncer. Instalados en Potsdam, almorzaron a orillas del lago de Wannsee. Luego de tomar café, Kleist sacó un revólver y le pego un tiro en el pecho a la dama; luego introdujo el cañón en su boca y volvió a disparar. Los cadáveres quedaron digna y estéticamente colocados.
@neriotello
*Nerio Tello es periodista, escritor, editor y docente universitario. Autor del blog Letra Creativa.