La literatura, como la mayoría de las artes, es un tipo de discurso donde todo puede suceder y, muchas veces, se sirve de los personajes más complejos o imposibles para dar voz a temas, ideas, sensaciones y experiencias diversas.

Más allá del género que conocemos como “fábula”, donde quien escribe construye personajes animales con idiosincrasia humana, existe toda una biblioteca en la que sus hacedores han intentado explorar y expresarse usando personajes animales, sin atribuirle a estos una experiencia humana.

Los resultados de esas obras son absolutamente diversos, y en muchos casos terminan en una especie de “domesticación”, donde el imperativo es adaptarse a las normas de la manada que manda, en una lucha de poder desigual.

Ernest Hemingway, Jack London y Horacio Quiroga han escrito novelas, cuentos y relatos en los que los animales -mascotas o bestias- tienen un rol vistoso. Los perros-lobos en la obra de London; los animales que son objeto de la caza en Las verdes colinas de áfrica, la novela de viajes y un safari por la sabana africana escrita por Hemingway en 1935; e, incluso, la gran diversidad de enfoques a los que Quiroga echó mano para destacar la presencia de animales en sus textos, que van desde ejemplares de granja hasta bichos venenosos y aterradores, conforman un gran mosaico de alternativas al respecto.

Se trata de un aspecto que se inscribe esencialmente en la literatura situada en ambientes rurales. Otro ejemplo de esta, en la que los animales juegan un rol interesante, es la novela de Mariano Quirós, La casa junto al Tragadero, con una perra con una actitud inquietante y un casal de yacarés que fueron criados como animales domésticos, pero que muestran su ineludible instinto de supervivencia.

El escritor chileno Luis Sepúlveda -recientemente fallecido- también es un referente en este tipo de propuestas, donde la vida rural, casi salvaje de sus personajes humanos, le permite contar las interacciones entre estos mundos que se superponen y muchas veces deben competir para sobrevivir. Este es el caso específico de Un viejo que leía novelas de amor, en la que el protagonista comprende las motivaciones de su “contrincante” -una tigrilla peligrosa que defiende su cría-, interpreta sus acciones y busca descubrir su estrategia: la inteligencia de lo salvaje.

Por último, y en este mismo sentido, la novela de un juvenil Jöel Dicker, El Tigre, también nos pone frente a ese misterioso encanto de una conversación que se sostiene entre dos especies, con diferentes idiomas, y donde a veces una de las partes hace un esfuerzo por “decir” en el lenguaje de la otra parte. Pero, la mayor parte de las veces, las interpretaciones son absolutamente erróneas.

En resumen, la profundidad en la que nos permite bucear este tipo de literatura es entre aquello que creemos válido y aceptable desde nuestro humanocentrismo, a la vez que nos da la oportunidad de sorprendernos por la cantidad de atributos que asignamos a esos otros: los que también son parte de la historia, con los cuales convivimos y que rara vez ocupan un lugar diferente al del “mejor amigo” o el del peor enemigo.

@trianakossmann