Hace unos días, el 23 de septiembre, se cumplió un aniversario más de la muerte de Pablo Neruda. No era un aniversario “redondo” ,de esos que le gustan a los medios; se cumplían simplemente 43 años de aquel día en que moría en un hospital de Santiago de Chile. Su paso por su querida residencia de La Chascona, en la capital, le demostraba que lo que había intuido era cierto: su casa había sido revuelta hasta la destrucción por fuerzas militares. No lo supo, ni lo sabría nunca, que tras su partida, Isla Negra también había sido salvajemente ultrajada.

Si bien su muerte alimentó el mito de su vida, no fue ese trágico final, creo, el que lo hace hoy un poeta fecundo y vigente. Ni siquiera el Premio Nobel. Pablo Neruda fue desde muy joven un poeta popular en su país, luego en América y finalmente en el mundo. Hay pocos casos de poetas que conciten la atención de multitudes; quizás fue el último poeta popular. Leído por las masas y muchas veces vituperado por cierta intelectualidad, su capacidad de trabajo, y su obra inconmensurable, perdura en el recuerdo de muchas generaciones.

Neruda nació en 1904, en Parral, y a los dos meses muere su madre. Su padre, sin trabajo, se sumó a los errantes de un país que ofrecía poco. Volvió a buscarlo seis años después, cuando instalado en Temuco había unido su vida con Trinidad.  Esa mujer, su “mamadre” (Pablo odiaba la expresión “madrastra”) fue quien lo abrigó y alimentó sus escasez afectiva: “Era la bondad vestida de pobre trapo oscuro, la santidad más útil: la del agua y la harina”, escribió muchos años después.

En Temuco, antes y ahora, llueve siempre. Amparado en esa casa de madera, espaciosa y primitiva, escuchaba durante días la lenta insistencia del agua: “En mi infancia, mi único personaje inolvidable fue la lluvia”. Solitario, frágil y silencioso el niño pasaba horas entregado a la observación minuciosa de la pequeña vida del bosque. Lo único que lo sacaba de ese ensimismamiento eran los largos viajes en trenes cargueros en los que acompañaba a su padre. Un hombre silencio, casi hosco, que miraba el devenir de las vías mientras su hijo jugaba con piedritas. A pesar de ese carácter, Pablo definió a su padre como “diurno” pues montado en esos trenes tiznados, lo veía feliz. “El ferroviario es un marinero en tierra”, escribió al recordarlo.

A los 10 años, como estudiante del Liceo de Temuco, conoció a una todavía joven poeta llamada Gabriela Mistral, quien gozaba de una modesta fama pero que impresionó mucho al niño. Ella leyó sus primeros versos. Ante la insistencia del niño por conocer su opinión, la poetiza accedió a recibirlo y le dijo “He aquí un poeta de verdad”; así lo recordó Pablo en sus memorias: Confieso que he vivido.

A los 16 años escribió dos poemarios, Las ínsulas extrañas y Los cansancios inútiles, textos que nunca fueron publicados. Un año más tarde partió para Santiago, iba ser “profesor de inglés”. Pero sus nuevos camaradas, los entusiasmos hormonales y la ciudad cambiarían para siempre su vida: “las calles inquietas… aquellos amores gozosos, fascinantes y efímeros, todo esto condicionó mi existencia”.

Tenía 19 años cuando entró con temor a una imprenta. Había empeñado el reloj, regalo de su padre, y había vendido su largo capote negro “de poeta”. Con ese escaso dinero imprimió unas pocas copias de Crespusculario, una reordenación precipitada y ansiosa de poemas que dejó insatisfecho al autor. Sin embargo, confesó: “Me refugié en la poesía, con ferocidad de tímido”.  Un año después publicó el que sería su libro fundacional y quizás uno de los más perdurables Veinte poemas de amor y una canción desesperada. El gran poeta había florecido.

 

Nerio Tello