En una reciente entrevista, el escritor argentino Alan Pauls (El pasado, El pudor del pornógrafo) sostiene que “buena parte de la literatura que me gusta no tiene que ver con contar historias. La literatura puede ser pura forma”. Luego insiste: “tiene más que ver con inventar un mundo, que con contar una historia. Un mundo con muchas capas, básicamente hechas de lenguaje”.
Por cierto, esto va a contrapelo de las tradiciones literarias, que se basan en contar historias. Pero sobre gustos… como se dice por ahí. Si bien somos de generaciones diferentes –Pauls es diez años menor–, yo sigo aferrado a las historias, sin negar la prosa de El pasado, por ejemplo, un texto conmovedor, inmenso, atrapante.
Tengo anotado por aquí algo que dijo alguna vez, en algún lado, vaya a saber dónde, Kurt Vonnegurt, el autor de Matadero cinco y de El hombre sin patria, entre otros que desconozco: “Dale al lector al menos un personaje con el que él o ella se pueda identificar”.
Y de golpe me vienen los personajes y las historias. A veces ni siquiera recuerdo como terminan las novelas, o los cuentos, pero recuerdo los personajes y situaciones, historias que le dicen. Julián Sorel, ese adolescente de Sthendal. El torturado Raskolnikov de Dostoievski. Cómo no menciona a Silvio Astier (Arlt), a las desdichas de Madame Bovary, a las andanzas del gris Marlowe, del Oliveira cortazariano, del asesino de El Perfume, y de las tribulaciones del Joven Werther. En fin, me gustan los personajes y las historias. Pero también puedo leer a Pauls y disfrutarlo