A la velocidad supersónica que corren las noticias en este mundo, tecnologizado hasta lo indecible, ser periodista y abordar casi 24 horas después la muerte de un escritor exige un racconto por su obra, sus amigos, su historia, o lo que fuera que pueda parecer novedoso. Abelardo Castillo tenía 82 años cuando murió el pasado lunes a la noche en la ciudad de Buenos Aires. Hacía mucho tiempo que no publicaba nada “nuevo”, hacía mucho que había dejado de promover y dirigir revistas literarias. Sólo seguía dando los talleres en el living de su casa.

Hoy en día es de lo más común que un escritor o escritora dicte talleres para compensar lo que no se gana vendiendo libros, o no vendiendo libros. Se de buena(s) fuente(s) que en los últimos tiempos, Castillo se había vuelto realmente bueno, no sólo en su rol de formador de escritores, sino también en su mirada clínica para hacer derivaciones: con tantos amigos y conocidos en las letras que también se dedican a los talleres literarios, tenía a mano un abanico de opciones para quienes buscaban perfeccionar su estilo, ajustar su voz, y había aguzado la lectura lo suficiente para saber recomendar el maestro apropiado para cada aprendiz.

Como un chamán de las letras, argentinas por lo menos, Abelardo Castillo atendía el teléfono de su casa listo para aconsejar y dar de beber el brebaje adecuado para aliviar cada sed.

También se dice que era muy exigente con las y los asistentes a su taller. Tenía todo un listado de obras que debían leer si querían formarse con él, en el living de su casa, la misma que compartió con Sylvia Iparraguirre en las últimas décadas.

La mayoría de sus lectores rescatan por estas horas, muy especialmente, sus cuentos como el gran aporte del autor a la literatura, mientras muchos medios de comunicación lo recuerdan como “el autor de Crónica de un iniciado y El que tiene sed”. Pareciera que para gran parte del periodismo actual lo que dota de identidad a un autor son las novelas, por sobre sus contribuciones a la cuentística, la poesía o inclusive la dramaturgia. Castillo es autor de una joya del teatro: Israfel.

Además, circula en las redes sociales un video en el que lo consultan por los libros que lo marcaron y él menciona, entre otros, los textos de Borges, Dostoievsky,  Poe y Marechal. Son los grandes referentes de esa generación que también integraban los recientemente fallecidos Ricardo Piglia, Alberto Laiseca y Andrés Rivera, entre tantos eximios narradores.

Era un obstinado también con sus propios textos. Castillo no creía en la inmutabilidad de los libros publicados. Era capaz de seguir corrigiendo y trabajando sobre novelas y cuentos que había publicado hacía 20 años. De hecho, la edición que tengo de Las Panteras y el Templo (Los mundos reales III), incluye un Posfacio en el que aparecen notas de 1993 sobre un texto firmado en 1976.

Si en una esquina de Mar del Plata, por ejemplo, alguien me  pidiera coordenadas para llegar al Castillo profundo, de voz grave y ceño fruncido, que desafía desde las retiraciones de tapa o los videos en youtube, diría que tomen por Crear una pequeña flor es trabajo de siglos, derecho, y se desvíen luego por El Evangelio Según Van Hutten. Van a encontrar muchos paisajes para disfrutar.

Es un camino posible, ida y vuelta por nuestra literatura del siglo XX, y ahora, ya si, con los textos definitivos.