Casi no tengo recuerdos de mi infancia en los que papá esté leyendo libros. Sí lo recuerdo citándolos –Martín Fierro, Borges, Sábato por influencia de mamá…- pero no lo veo leyéndolos. Ya de chica eso me parecía intrigante. Estaba claro que en algún momento papá había leído. Y mucho. Pero… ¿cuándo?
Me llevó bastante tiempo entenderlo, relacionar esa imagen faltante con la del papá que nos despertaba a las 6 y media a mi hermana y a mi, ya levantado, afeitado, vestido, con varias pavas de mate dentro de su organismo y nuestro desayuno preparado.
O con el papá que salía temprano a trabajar en su bicicleta y volvía a la tardecita, con el cuerpo y la mente agotados después de muchas horas de trabajo físico mal remunerado. Recuerdo que volvía a la tardecita, se bañaba y decía con un optimismo que en aquel entonces me parecía sincero pero que ahora entiendo forzado: “Ahora sí, estoy listo para volver a salir”.
Pero la recarga de energías le duraba poco. Cenábamos temprano y él se iba primero a la cama, encendía el viejo televisor y apenas duraba unos minutos con la mirada perdida en la vieja pantalla blanco y negro.
Sin embargo, nuestra casa era una casa de libros. De hecho, teníamos varias bibliotecas, mayormente compuestas por textos publicados varios años antes del nacimiento de mi hermana y mío. Y también teníamos varios libros nuevos, generalmente recibidos con algarabía en nuestros cumpleaños o fechas regaleras.
Además, aunque el efectivo escaseaba, la cuota de la biblioteca Pública siempre estaba al día. Cuando mucho algún retraso que las empleadas de la Leopoldo Lugones dejaban pasar con benevolencia. De hecho recuerdo que una de las primeras salidas de mi hermana y mías solas fue hasta 25 de Mayo y Catamarca para devolver una novela de Agatha Christie. En los años siguientes haríamos miles de veces ese mismo camino. Los libros que más renovábamos eran los que papá intentaba leer, en esas pocas horas libres de las que nosotras no éramos testigos. Cuando los plazos se agotaban papá nos decía: “Devuélvanlos y saquen algo para ustedes. Yo ya no me acuerdo ni cómo empezaba”.
Está claro que papá quería que leyéramos. Siempre nos preguntaba por nuestro libro del momento, escuchaba los argumentos con atención (aunque probablemente no le interesaban en lo más mínimo) y estaba atento a las noticias que pasaban por la radio (su fiel compañera) sobre las novedades del mundo editorial.
Ahora entiendo que en algún momento papá dejó de leer pero que en realidad estaba hecho de libros: los que alguna vez había leído, los que seguía releyendo en su memoria y los que había dejado de leer para que mi hermana y yo pudiéramos acceder al maravilloso mundo de las letras.
En este nuevo Día del Padre solo me resta decir: gracias, viejo. Si estás en algún lugar, espero que no haya relojes que te apuren ni trabajos mal remunerados que te quiten las energías que necesitás para pasar de página. Y que tengas a tu alcance una biblioteca gigante, de la que puedas elegir todos los libros que se te antojen.
Limay Ameztoy