A veces cuando uno participa en una charla, ya sea como disertante o como espectador, aparecen menciones de autores que son “como de la familia”. Según Shakespeare… leemos en Homero que… Don Quijote reflexiona sobre… nada mejor que recurrir a Harold Bloom… en fin. En esas ocasiones, todos sin excepción mueven (movemos) la cabeza confirmando la veracidad de la cita y su oportuna mención.
Sin embargo, si tuviéramos que pasar una mesa examinadora, admitiríamos rápidamente que nunca leímos sobre “la ínsula Barataria” ni sabemos por qué don Kerenin le niega el divorcio a la sufrida Ana; también ignoramos en qué drama un melifluo militar clama por un caballo. Y esto, creo, nos pasa a casi todos.
Borges, que siempre nos salva, dice que “si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso… Si un libro es tedioso, déjenlo… ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad”. Esto me trae mucha calma cuando pienso que nunca terminé de leer Cien años de soledad, y mucho más consuelo siento cuando digo que no pasé de la quinta página del Ulises de Joyce.
En confidencia, grandes lectores me han confesado también sus “deudas”. Por ejemplo, no son pocos los que se asombraron con –y luego abandonaron a–, Un hombres sin atributos, de Robert Musil. Un libro admirable, al menos sus primeras cincuenta páginas, según puedo dar fe. Moby Dick, de Melville, me dio algún trabajo pero más me costó El almuerzo desnudo, de Burroughs, que no tengo en claro si lo leí completamente.
Los argentinos amamos Rayuela, a la Maga y a Horacio Olivera, pero nadie puede negarme que en algún momento el libro durmió en la biblioteca y uno le mezquinó la atención. A veces uno encuentra una película que lo “salva”, entonces uno se entera cómo fue la cosa, aunque sea Yul Brynner haciendo de Dimitri Karamasov.
Debo admitir que tengo una debilidad por la Odisea, que leí tres veces. Sin embargo, la Ilíada la leí sólo una vez y terminé a los tropezones con los nombres y los lugares. Pero nunca pude hincarle el diente a Cincuenta sombras de Grey, ni, salvando las distancias, a En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Y así como caminé con admiración por los textos de Dostoievski nunca supe cómo terminó sus días el ostentoso Napoleón, un personaje de Guerra y Paz de Tolstoi.
El extranjero es un admirable libro de fácil lectura y escasas páginas. Cómo no leer más de una vez La metamorfosis de Kafka, y creo que vale la pena un esfuerzo por entrarle a Bajo el volcán de Malcolm Lowry, y William Faulkner me hace oscilar entre el odio y el amor. Otro libro estupendo, La conjura de los necios de John Kennedy Toole, lo leí en solidaridad con el autor cuando supe que se había suicidado porque no consiguió editor. Superé la mitad del libro, era lo menos que podía hacer por él.
Debo confesar, entre mis múltiples pecados, que Adan Buenosayres me parece un libro admirable, y su autor, Leopoldo Marechal, uno de los mejores escritores del país, pero me costó mucho llegar al final. Y peleé a brazo partido contra El Banquete de Severo Arcángelo, y perdí. No me costó lidiar con Sobre héroes y tumbas, pero el Abaddón de Sábato me ganó por knockout.
Sin embargo, entre tantos fracasos conservo singulares victorias. Me llevó más de diez años leer un cuento completo de Borges, y nunca más lo dejé, al cuento ni a Borges. Empecé a leer tres veces Un mundo alucinante, de Reinaldo Arenas, y solo en ese tercer intento pude entregarme al sabor de un libro extraordinario. Otro tanto me pasó con Marguerite Yourcenar… Memorias de Adriano, Fuegos… finalmente logré amarla.
Pero claro, cuando en las conferencias hablan del genio de Lampedusa o de Thomas Mann, cuando citan los endecasílabos de Quevedo, o hacen referencia a la superioridad de la emoción frente al intelecto según William Wordsworth, en esos casos, yo –como tantos–, muevo la cabeza afirmativamente, como diciendo tienen razón, que cita tan oportuna. Autores que nunca leí, o abandoné. Y como no sé si aún me da, me consuelo con la cita de Borges.