Hace una semana, una editorial, después de tres meses, me dijo que les interesaba un original que les presenté. Me hicieron algunas observaciones y sugerían algunos “retoques”, de todos modos no se comprometían a publicar mi obra, al menos, en lo inmediato. Gente muy amable, que se disculpó incluso por la tardanza y por la incertidumbre. Le dije que no había ningún comentario de mi parte, que esas eran las reglas de juego, y que no me molestan en absoluto.

Cuando regresaba con mi texto corregido bajo el brazo me acordé que cierta vez un editor le dijo a Scott Fitzgerald (1896- 1940) que El gran Gatsby, hoy un clásico, era “un libro decente si prescindiera del personaje de Gatsby”.

Es conocido el dicho que mal de muchos es un consuelo de tontos, y debo ser uno de esos. Salvando las distancias, no pude resistirme a buscar un episodio que se me había borroneado. George Orwell (1903-1950), autor de 1984, se presentó a una editorial con los originales de Rebelión en la granja. Los editores objetaron el texto porque en Estados Unidos no se venden “historias de animales”.

No fueron los únicos. La lista de textos rechazados y luego convertidos en clásicos es abrumadora. Rudyard Kipling (1965-1936), autor de El hombre que fue rey, entre otras joyas, había nacido en la India. Algo de eso les hizo ruido a los editores del San Francisco Examiner que rechazaron el original de El libro de la selva, con una nota que decía: “Sr. Kipling, sencillamente no sabe usted usar el inglés”. El autor fue el primer británico en recibir el Premio Nobel (1907).

Este catalogo de frustraciones y consagraciones lo tengo siempre a mano para leer después de las reuniones con editores. Mientras se suman frustraciones la vida puede ser dura, como le pasó a J. K. Rowling (1965) que se le ocurrió escribí una extraña historia de magos y embrujos que titulo Harry Potter y la piedra filosofal. La autora deambuló por 12 editoriales, donde solo recibió un amable “No” por respuesta. El mito cuenta que fue la hija del presidente de Bloomsbury quien convenció a su padre para que lo editara. La niña “editora” tenía ocho años.

A veces un libro es rechazado porque la temática no va en línea con la editorial y esto debería tenerlo bien en claro el autor. Pero hay gente que se siente con otras atribuciones. Marcel Proust (1871-1922), un prodigio en el uso del lenguaje de construcción exquisita tuvo una demoledora devolución sobre En busca del tiempo perdido. “Mi querido amigo, puede que esté muerto del cuello para arriba, pero aún así no veo por qué un individuo necesita 30 páginas para describir cómo cambia de postura en la cama antes de dormir”.

A Proust le asistía una gran confianza en su material. Cansado de tantos rechazos, pagó su primera edición. Por eso, mi pequeño “fracaso” no me desalienta. Un tropezón no es caída ni una golondrina hace verano, para responder con otros dichos.

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