Debo admitir que conocía algo de la poesía de Dylan Thomas, pero ignoraba la existencia de esta obra: Bajo un bosque de leche. La puesta (excelente trabajo de Mariano Stolkiner y Gustavo García Mendyque), que se ofrece en el Teatro San Martín de Capital Federal, es de una belleza estremecedora. El texto de Thomas (originalmente una pieza radiofónica), las excelentes actuaciones, las voces –tanto habladas como cantadas- y la música en vivo conforman una unidad poética en sí, que invitan a cerrar los ojos y dejarse llevar por el torrente de las palabras; claro que uno se perdería esas delicadas imágenes que brotan de esa especie de pueblo encantado. La traducción, magnífica, es de Ingrid Pelicori, actriz sensible y de conmovedora sobriedad, que lleva además –con su sugestivo tono- la voz narrativa de la obra.
Narra la simple vida en un pequeño pueblo de Gales, Llareggub, en un viaje afectivo, irónico, tierno; y por cierto muy descriptivo: “Los muchachos sueñan fechorías y con los corcoveos de los ranchos de la noche. Y en los prados dormitan las estatuas de caballos de antracita, las vacas se adormilan en los establos y en los patios de hocico húmedo los perros se recogen en su sueño. Los gatos reposan en los rincones sinuosos o cruzan furtivos, ágiles, cautos, la sola nube de tejados.”
En esas pequeñas historias está la poesía de Dylan Thomas, su descarnada sinceridad, sus propias soledades. Todo es alta poesía, como cuando cantan a coro: “Relojes que atrasan, relojes que se adelantan, latidos pendulares, relojes de porcelana, despertadores, relojes de caja, de cucú, en forma de rehilante Arca de Noé, relojes que murmuran en barcos de mármol, relojes en el vientre de mujeres de cristal, relojes de arena con campanillas, relojes viejos con barbas de ébano que lloran la fuga del tiempo, relojes sin manecillas…”
Algunos recordarán que Dylan Thomas, que nació en 1914 en el Reino Unido, conquistó a Estados Unidos desde su humilde terruño en Gales y llevó a la fama a su segunda casa, la White Horse Tavern, donde casi vivió, y murió a los 39 años sin sospechar que estaba abriendo las puertas de la generación beat que lo veneró.
Entre sus muchos poemarios y libros de cuentos podemos recordar El mapa del amor; Muertes y entradas; En el sueño campestre; Aventuras en el tráfico de pieles; y Una mañana muy temprano; entre otros. Y el hoy célebre relato autobiográfico Retrato del artista cachorro (1940). Un cachorro que nos advierte “Mi mundo es pirámide / No entres dócilmente en esa buena noche...”