En 1961, a Oliverio Girondo lo atropelló un auto; en ese momento tenía 80 años. Fue internado y al salir, su esposa, la también escritora Norah Lange, organizó una recepción donde apareció vestida de enfermera y desplegó su oratoria performática llena de esos neologismos que había popularizado su marido y que el poeta Enrique Molina, otro deleite surrealista, había bautizado “el noroliverio”. El autor de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), y entre otros títulos, la extraña y seductora En la masmédula (1954), murió seis años después. Norah Lange, narradora y poeta, autora de Cuadernos de Infancia y El rumbo de la rosa (1930) estaba a su lado. Se había conocido en 1926 y fueron una de las parejas literarias más excéntricas y fieles del mundillo porteño.
En la segunda mitad del siglo 20, la figura de las parejas de escritores concitó la atención de la prensa y los lectores en una mezcla de admiración y cholulismo. Sin duda, la más emblemática de todas fue la que formaron Jean Paul Sarte y Simón De Beauvoir. Encarnaron la rebeldía que se expresaría en los 60 cuando ellos ya eran maduros. Nunca se casaron, nunca convivieron y cincelaron la relación en los conceptos de relaciones “necesarias” y “contingente”. A ambos se le conocieron decenas de “contingentes” pero perduraron como singular pareja entre los años 1927 y hasta la muerte del filósofo y escritor, en 1980. “No nos juramos fidelidad, pero éramos conscientes de ser la persona más importante para el otro” escribió Simone.
En La campana de cristal (The Bell Jar), la enorme poeta Sylvia Plath cuenta de sus primeros intentos de suicidio. Su tratamiento y luego su casamiento con el también poeta Ted Hughes parecieron un remanso para su tormentosa existencia. “Conocí al hombre más fuerte del mundo, poeta brillante cuya obra amaba antes de conocerlo a él… con una voz como el trueno de dios: un contador de historias, un león, un trotamundos, un vagabundo que nunca se detendrá”. Con Hughes se asentaron en un pequeño pueblo en Devon, Inglaterra. Allí publicó El coloso (The Colossus) en 1960 (“Con suerte, / si atravieso empecinada esta estación/ de fatiga, podré /ensamblar un todo/ con las partes.”). Un aborto, luego dos hijos y finalmente la infidelidad de Hughes rompieron en matrimonio. Plath se instaló en Londres en un piso donde había vivido el poeta W. B. Yeats. Tras un invierno muy duro, el 11 de febrero de 1963, enferma y con poco dinero, la autora de un conmovedor libro que tituló Tres mujeres (1968), se suicida asfixiándose con gas. Tenía 31 años.
Tormentosa, al filo del exceso y la turbación, la relación del autor de El Gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald con su adorada musa Zelda (autora de una única novela Resérvame el vals (1932), y de obras biográficas), fue un paradigma de la “generación perdida”. Zelda y Scott se cruzaron por primera vez en 1918. El escribió en ese momento: “Rara vez he conocido a una mujer que se exprese tan maravillosa y frescamente: no tenía “frases preparadas” en la mano y no hacía ningún esfuerzo para hacer fluir la conversación”. Viajeros incansables entre Europa y Estados Unidos, estaban unidos por la pasión y los celos, el alcohol y la desconfianza, y una permanente competencia. Fitzgerald quedó como el ícono del escritor de los escritores, admirado por Hemingway, T. S. Eliot y J. D. Salinger. Él murió en 1940. Ella lo sobrevivió 8 años, no sin antes publicar una biografía donde se mostraba víctima de un esposo controlador.
Los memoriosos del mundillo literario dicen que en nuestro país la más extraña de todas, fue la pareja de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Ella le llevaba once años, y cuenta que se enamoró del joven cuando lo vio vestido de blanco. Ella, hermosa, adinerada, extraña y celosa, era absolutamente consiente de ese portento de seducción que era el autor de La invención de Morel. Y al parecer, perdonaba todas las infidelidades.
Adolfito, como le decían, y Silvina fueron una especie de monstruo de dos cabezas. Los llamaban “los Bioy”: él público y notorio. Ella, secreta y misteriosa. Una noche en 1954 la autora del excelente Viaje Olvidado (1937) sufrió un desmayo y le diagnosticaron meningitis. Cuentan que Adolfito lloró como un chico: “Qué voy a hacer si Silvina se va”. Ella se recuperó pero hacia los 90, la anciana Silvina decidió poner fin a la relación por rencillas domésticas. Ella tenía 87 años. Cuentan que el escritor, que tenía ya 76, se arrodillaba ante ella y suplicaba: “”Silvinita, contestame, dame un beso, no me dejes aquí”. Ella le daba vuelta la cara, y nunca volvió a hablarle. Murió en 1994; él cinco años más tarde. Cada uno escribió su propia obra, pero ambos escribieron a dúo una novela anticipatoria: Los que aman, odian (1946).