Gabriela Exilart

-Creo que tanto la literatura como la música son expresiones del alma fundamentales para no olvidar. Y para los que no vivieron esas épocas, para aprender.

Casualmente estoy leyendo Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, cuyo protagonista, Guy Montag, era bombero, pero los bomberos no apagaban incendios, sino que los provocaban. Ellos debían quemar los libros, porque estaba prohibido leer, porque leer te hacía pensar. Y me hizo recordar el desgraciado tiempo de nuestra dictadura, que no fue ficción, cuando también se quemaban los libros, las revistas, se prohibían artistas y se secuestraban pensadores.

Hoy la literatura, la actual que recuerda y aquella otra que fue salvada porque se enterró o rescató, son el fiel testimonio de los años negros que no podemos olvidar. Porque una sociedad que olvida repite sus errores, y eso no lo queremos nunca más.

Tal vez por eso escribo novelas históricas, para contribuir, con mi pequeño grano de arena, a una memoria colectiva sobre éste (dictadura) y otros temas de nuestra historia.

 

Sebastián Chilano

-La literatura que habla de un horror real es un verdadero desafío. Se pueden imaginar torturas, mutilaciones, exilios, crímenes, atrocidades, pero el dolor real requiere de otra sustancia para convertirse en palabras y ser contada. En ese sentido, creo que a muchos les cuesta encontrar la manera de hablar de la dictadura y de sus horrores, porque, aunque el dolor se comparte, es muy difícil dimensionar la pérdida. Más aún cuando se lee la carta que Félix Bruzzone publicó en Revista Anfibia para sus padres desaparecidos y también para sus hijos. Pocas veces se puede ser tan contundente.

La escritura sobre la dictadura y sus atrocidades es necesaria y angustiante. Y por suerte, las voces originales no se agotan aunque hayan pasado 40 años. Sin ir muy lejos, en 2015 se publicaron dos libros imprescindibles: Todos éramos hijos, de María Rosa Lojo y Hospital Posadas, de Jorge Consiglio. Dos libros publicados porque la memoria es inagotable, igual que las voces originales que tienen algo que contar y nosotros, los lectores, que no debemos olvidar

 

Fernando del Río

Soy de los que piensan que, en literatura, cuando querés hablar de un tema lo que menos tenes que hacer es hablar centralmente de ese tema. Construir a partir del vacío y no del relleno. Y en ese sentido la literatura argentina ha fallado bastante, porque hubo un tiempo en el que los tópicos sobre la Dictadura eran relatos que reincidían en las peripecias y no en las derivaciones de ellas.

Por otra parte, si respaldamos la idea aquella que sostiene que un escritor no escribe para decir lo que piensa sino para saber lo que piensa llegamos a la conclusión que no hay una voluntad de construir memoria. O no podría haberla, dado que la búsqueda al escribir no es impresionar a los demás, mucho menos instruir, aleccionar, o direccionar su memoria selectiva. En todo caso, la interpretación de un texto puede conferir ciertos valores relativos, y no mucho más que eso. Además, la memoria colectiva se construye en base a reivindicaciones sociales que tienen más que ver con acciones que con libros. No sé si es tan cierto eso de que no hay revolución sin libros, si hablamos de libros de ficción. Porque supongo que de eso hablamos, de ficciones.

Puedo intentar acercarme a las atrocidades de la desigualdad en el sur de los Estados Unidos a comienzos de siglo pasado si leo la historia de una familia diseñada por Erskine Caldwell. Puedo meterme en el mundo berlusconiano si leo a Niccolo Amanniti o incluso puedo entender un momento de la Argentina al abrir un libro de Claudia Piñeiro. Y los puedo leer porque no me hablarán sino por medio de una gran metáfora, policial, costumbrista o paródica.

Como lo hizo Fogwill con la guerra de Malvinas en Los Pichichiegos.

En resumen, los textos periodísticos aciertan un poco más en estas cuestiones que los de ficción.

Volver a la nota “Literatura y memoria”