Por Sebastián Chilano |

Hay una introducción. Formalidad, agradecimientos, deseos de continuidad para un ciclo que lleva 21 años. Hay un pedido de aplausos que no demora en tener respuesta. Hay un cuerpo que ingresa en la sala y es dramático imaginar que hace unas décadas podríamos haber sido víctimas de un atentado. Hay un ruido sordo, caos, heridos. Veo un brazo suelto: no es mío, es de mujer: uñas pintadas, una pulsera. Todo es polvo, confusión. Los heridos gritan, los espíritus están parados junto a sus cuerpos sin vida. El autor sube al estrado. Es reconocido como visitante notable de la ciudad. Más aplausos. El escritor acomoda su cuerpo en la silla. Más adelante dirá que se siente cómodo en Argentina, es un país donde se puede abrazar a la gente. El presentador toma la palabra, hace un cruce, un artificio literario: el autor nació en 1959, mismo año que se fundó la organización nacionalista vasca ETA, la que inunda las páginas de Patria, el libro  que Fernando Aramburu vino a presentar. El presentador ve ahí un destino, un vínculo predeterminado como en las grandes sagas donde nace el héroe. Pienso, de inmediato, en el terruño: pienso en todos los argentinos que nacieron en 1976.

Cuando tenía 11 años, nos cuenta Aramburu, secuestraron en su ciudad, San Sebastián, al cónsul de la República Federal de Alemania, Eugene Bëihl, y ese fue su primer contacto con la ETA. Su toma de conciencia, mínima, casi infantil, porque el recuerdo toma dos ejes. Primero, como un hecho nostálgico: se decía que lo mantenían encerrado en un edificio que le quedaba de camino, ida y vuelta, al colegio; y, segundo, como un hecho gracioso: con sus 11 años, el autor frenaba su bicicleta y escrutaba con fervor las ventanas de aquel edificio. No esperaba ver a un hombre, no esperaba tener que distinguir las sombras, lo tenía claro: vería a un cónsul, un personaje vestido con una toga romana y un adorno, reluciente en oro, sobre la cabeza.

Aramburu trata en Patria la historia de dos familias. Nueve personajes. Tres hijos para un matrimonio, dos para el otro. La disfuncionalidad es la constante. Y también el espejo. Explicó el autor: partió de una idea, preguntarse el cómo. Cómo se vive después de perder a un padre, un marido, en un atentado. Cómo se vive sabiendo que tu hijo, que tu hermano, es un asesino, que mató, que está en la cárcel. El cómo fue el motor. El qué se siente. El qué nos queda es la resolución de la novela. No exactamente, pero Aramburu, nos refirió una habitación de su estudio: en ella, nos dijo, pegó los nueve nombres de sus personajes y los fue secuenciando. Los números son 9 x 3 x 8. Y con idas y venidas en el tiempo. Nueve personajes, con tres capítulos consecutivos para un mismo personaje como máximo y con una extensión máxima de ocho carillas por capítulo. Como un rompecabezas, nos dijo. Como si armara los bordes tirado en el centro del living de su departamento en Alemania.

Hubo más. La distancia necesaria para escribir la obra: el autor dijo que sentía, creía, estaba convencido de que no vivir en su pueblo, en su ciudad, le permitía, como al ajedrecista, dominar todo el tablero y no ser el peón, o el alfil que se mueve sin saber por qué. Hubo más. Hubo aplausos y la típica señora mayor que se quiere colar en la fila para firmar autógrafos y se indigna cuando alguien se lo remarca. No hubo atentados, ni sangre. Hubo nostalgia, desconfianza en la humanidad. Hubo un explicación al auge de los nacionalismos europeos, que separó de los anteriores brotes, al diferenciar a los actuales como poco expansivos, casi con la intención de aislamiento y no de conquista. Hay, después de todo, una novela que leer.-

*Sebastián Chilano nació en Mar del Plata. Su libro Las reglas de Burroughs ganó el Tercer Concurso Nacional de Novela Laura Palmer no ha muerto, en el año 2012. Además, publicó Tan lejos que es mentiraMéndez En Tres noches la eternidad. Junto a Fernando del Río escribió Furca, la cola del lagarto y su secuela, El Geriátrico. Su última novela es Ningún otro cielo (Letra Sudaca, 2017).