La escritora Carmen Laforet falleció en Madrid el 28 de febrero de 2004; tenía 82 años. Desde 1970, año de su separación matrimonial, y durante 25 años no publicó un solo libro. Esa sequedad literaria fue definida por ella misma como grafofobia, es decir, fobia o terror a la escritura. Que no es lo mismo que el temor a la página en blanco que sería la imposibilidad de escribir. La palabra grafofobia, sin embargo, tiene otras implicancias que rehúyen del conflicto individual y se instalan en una lectura social. Pero vamos al caso de Laforet.
A los 23 años, en 1944, Carmen Laforet ganó el premio Nadal por su primera novela: Nada. Título profético pues su exitoso despertar a la literatura –que generó envidia de los más encumbrados colegas– no estaría en consonancia con su devenir.
Nada cuenta vivencias de la llegada de Andrea a Barcelona –coincidentemente con la de la autora- donde se dispone a estudiar filosofía. La protagonista se enfrenta con un marco de violencia física y verbal que ha dejado como secuela el fin de la guerra. A esto suma la miseria social y la incertidumbre. La obra coloca a la audaz joven en el medio de las polémicas de viejos escritores que aspiraban a ese premio.
Al año siguiente Laforet se casa con el crítico literario Manuel Cerezales con quien vivirá casi 25 años. En ese tiempo produce obras menores, y su nombre cae en el olvido.
Cuando en 1970 se divorcia de Cerezales, éste la obliga a firmar ante un escribano un documento donde se le prohíbe escribir algo relacionado con la vida conyugal.
El ex marido sospechaba que Nada era una ácida incursión en la vida familiar, antes de su matrimonio; ahora no quería ser pasto de los comentarios.
Los fracasos de sus libros publicados después de Nada -entre otros, La isla y los demonios (1952), La mujer nueva (1955), La insolación (1963)-, la sumergieron en la melancolía y la depresión. El divorcio, y quizás las condiciones impuestas por su marido, terminaron de silenciarla. Allí fue donde, en largas cartas sostenidas con su amigo el también escritor Ramón J. Sender, acuñó el término grafofobia.
Esta palabra sin embargo tiene implicancias mucho más amplias. En La ciudad Letrada, el teórico Ángel Rama afirma que “por medio de este vocablo aludo no tanto a un miedo de la escritura que nos llevará a evitarla, sino a una actitud ante la palabra escrita en la que se mezclan el respeto, la precaución y el temor con la revulsión y el deprecio”. Es decir, el miedo que genera en los otros la palabra escrita y que se traduce en censura, persecución y, claro, en el extremo, en la quema de libros.
Podríamos agregar que el canon -que determina qué y a quien leer- es otra forma de violencia grafofóbica. Después de su muerte, Laforet fue reivindicada como una gran escritora. Su grafofobia, traducida en 30 años de silencio, nos privó, quizás, de una obra inimaginada. Sin embargo, la grafafobia “social” es un riesgo mayor que implica al que escribe y al que lee. Y como peste invisible, siempre está acechando.
@NerioTello
*Nerio Tello es periodista, escritor, editor y docente universitario. Autor del blog Letra Creativa.