Por Silvia Colucci*

Cuando programé mis últimas vacaciones no pensé que terminaría recorriendo Nueva York,  lejos de mí interés estaba hacerlo.

Pero una vez allí comencé a caminar sus calles, visitar los diferentes puntos obligados y es ahí donde descubrí algo que me deslumbró: la Biblioteca Pública Central.

Un espacio imponente ubicado sobre la famosa 5ta avenida, con amplias arcadas, paredes y techos que fueron construidos en mármol blanco, detalles de una arquitectura impensada en estos tiempos. Me sentía la protagonista de una historia que alguna vez había leído o imaginado. Subiendo esas impactantes  escaleras y rodeada por varias columnas corintias llegué a una sala donde en su techo abovedado había un mural que parecía tener movimiento. O quizás, era solo una sensación y en realidad era yo que no paraba de girar para apreciar cada detalle.  Llegar a la sala de lectura principal fue algo mágico realmente, un lugar que no puedo describir con palabras.

Lo intento: un amplio salón con mesas alargadas de una madera maciza, con lámparas que colgaban del techo y otras de estilo que estaban ubicadas meticulosamente a lo largo de los extensos bancos, que hacían de ese espacio el lugar más hermoso y especial donde poder descubrir diferentes historias e increíblemente agradable para estudiar.

A esto se le sumaban grandes ventanales con vidrio repartido en la parte superior de las paredes, y en la parte inferior estanterías repletas de libros encuadernados y colocados delicadamente. Toda su arquitectura, el techo con detalles artísticos, sus murales no hacían más que demostrarme que este era un lugar donde la literatura convivía con otras artes.

Impactada por todo lo que acababa de ver pregunté en mí pésimo inglés sobre su historia a una de las bibliotecarias y me contó que era una de las más importantes del mundo, que había libros que se llevaban para préstamo, otros que eran exclusivos de consultas y que estaba financiada con fondos públicos y privados (seguramente algo más me dijo, pero eso fue lo que entendí).

Además, me recomendó ir a conocer la Biblioteca Morgan que quedaba muy cerca de allí. Me explicó cómo llegar y en pocos minutos estaba parada en la vereda frente a esta particular Biblioteca – Museo. Lo más impactante de este lugar fue descubrir o, mejor dicho, ver a través de sus vitrinas, su patrimonio.

Cientos de incunables colocados en perfectas estanterías protegidos con vidrio, manuscritos originales de los más reconocidos escritores, partituras originales, entre otros tesoros que estaban allí para ser vistos por cientos de personas que diariamente se acercan a visitar este lugar soñado, en especial para los fanáticos de los libros.

Asombrada por lo que estaba viendo continué recorriendo las diferentes salas y en una de ellas estaba montada una increíble muestra de dibujos del autor de El señor de los Anillos, J. R. R. Tolkien, realizados en diferentes técnicas: acuarelas, lápiz y tinta, muchos de los cuales ilustran sus libros, incluidos sus imaginarios mapas.

No salía de mí asombro por todo lo que veía. Me costaba dejar esas paredes, no quería irme de ese lugar. Recorrí varias veces su tienda de recuerdos, sólo para tener una excusa y quedarme más tiempo.

Recorrer Nueva York fue toda una experiencia, sin duda, pero si me preguntan qué fue lo que más me gustó claramente respondo: sus monumentales bibliotecas.