El mes pasado estuve en La Rioja donde presenté mi libro de relatos, Brasas de Ulapes. Ulapes es mi pueblo, en el sur de esa provincia, y las brasas, creo, son los recuerdos de mi infancia allí.
¿Es una historia del pueblo? me preguntaron. No, dije. ¿Son historia de vecinos del pueblo? No, respondí. ¿Son historias verdaderas? No, dije. Luego, Si. Luego: No sé.
La preocupación de los lectores por asociar realidad y ficción genera un desgaste en las respuestas que muchos pueden interpretar como soberbia, o desinterés. Pero no hay respuestas para esas preguntas. ¿Puede la literatura ser real? Si, la literatura es real, es literatura. Y uno como lector “encuentra” esa realidad en la literatura, y si no la encuentra, alguien puede tildar una obra de “fantasiosa” casi como sinónimo de mala, o insulsa.
Una confusión de este tipo sufre Daniel Mantovani – El Ciudadano Ilustre. Es un libro de Gastón Duprat, Mariano Cohn y Andrés Duprat (versión cinematográfica dirigida por los dos primeros, y guión del tercero). Un vecino dice ser hijo de un personaje que figura en la novela de Mantovani, reclama reconocimiento; como no lo logra, cuestiona la “verdad” de la historia. Es un detalle, pero el pueblo no comulga con la obra del flamante Premio Nobel. Y se lo hace saber.
Tras publicar El ángel que nos mira, Thomas Wolf recibió cartas amenazadoras de gente de su pueblo que “se había encontrado” en la novela. Los ejemplos sobran: en nuestro país es casi un lugar común el derrotero de Manuel Puig y sus historias-espejo de General Villegas.
“No existe lo real como algo acordado; solo hay versiones de la realidad”, dice David Shields en Hambre de realidad. Su libro, un sinnúmero de ideas brillantes, contradictorias y superpuestas, dejan siempre pensando: “El arte no es la verdad, el arte es la mentira que nos permite reconocer la verdad”.
Por eso afirma que “la novela convencional ha muerto y de lo que se trata es de re imaginar la no ficción como un trampolín para saltar a cuestiones más amplias: qué es real, qué es verdadero, qué es conocimiento, qué es memoria, qué es el yo, y cuánto yo de otro puede conocer uno”.
Si hubiera respondido que mi libro recoge historias de personajes de mi pueblo, los lectores habrían empezado a rastrear semejanzas y se hubieran lanzado a una especie de búsqueda de Wally. Cuando eso sucede, la metáfora se opaca, y la literatura se vuelve pedestre.
En El buen relato, J. M. Coetzee y la psicoanalista Arabella Kurtz dan cuenta del valor de la fantasía en un hermoso ejemplo. Sancho y quienes rodean a Don Quijote saben que no es un caballero, ni lucha contra gigantes, ni salva princesas. Pero “¿quién de ellos quiere vivir en un mundo en el que eso no ocurra, en el que por el contrario el hidalgo Alonso Quijano vague por su ruinosa hacienda esperando la muerte?” Coetzee interpreta que Sancho y su congéneres, se dicen: “Preferimos la versión ideal, transformada y mejorada de ti; puede que te la hayas inventado, que no sea real, pero vamos a pasar por alto ese detalle”.
¿Importa qué hay de verdadero en la ficción? ¿No es preferible creer que don Alonso Quijano es, en realidad, Don Quijote?
@neriotello
*Nerio Tello es periodista, escritor, editor y docente universitario. Autor del blog Letra Creativa.