“Es fácil dibujar un mapa del lugar y un plano de Santa María, además de darle nombre; pero hay que poner una luz especial en cada casa de negocio, en cada zaguán y en cada esquina… hay que aceptar lo que se odia; hay que acarrear gente, de no se sabe dónde, para que habiten, ensucien, conmuevan, sean felices y malgasten…”

Así describe el uruguayo Juan Carlos Onetti a su Santa María. La fundó en Juntacadáveres (1964), pero aparece en La vida breve y en algunos cuentos. Es su ciudad imaginaria, ¿su Montevideo idealizada? ¿Su Buenos Aires de escritor adulto? Así como no puede pensarse a Dublin sin Joyce, ni Lisboa sin Pessoa, o a México sin Carlos Fuentes, otros escritores eligieron construir sus propias y personales ciudades.

Suelen tener una localización geográfica precisa y se meten en un mapa imaginario que cada lector busca afanosamente, pero son ciudades literarias. Como la Santa Mónica de los Venados, la utópica ciudad que Alejo Carpentier pensó para su novela Los pasos perdidos (1953). Estaba en un lugar inubicable de la inmensa cartografía brasileña y había sido fundada por un nebuloso personaje que llamaban “el Adelantado”. Se accedía por ríos, sorteando mansos e intrincados cauces. Tan real y mágica como la propia historia que cuenta el gran escritor cubano.

Mapa de la obra de Faulkner

La que siempre me impresionó por su nombre impronunciable es Yoknapatawpha, un misterioso pueblo enclavado al norte del estado de Mississippi. No está en los mapas pero existe y es parte vital de la obra del norteamericano William Faulkner. Su nombre deriva de dos palabras indias que algunos traducen como “Tierra Dividida”. Dividida quizás entre el realismo y la pesadilla de lo nunca ocurrido, entre la autobiografía y lo fantástico, entre sucesos y espectros… De esa desazón nacieron las novelas Sartoris (1929), El sonido y la furia (1929), Luz de agosto (1932), Absalom, Absalom! (1936), entre otras.

El oscuro H.P. Lovecraft inventa su propia ciudad para ambientar sus pesadillas. En El grabado en la casa (1928) asoma Arkham,  una  ciudad literaria situada en la zona de Nueva Inglaterra, Massachusetts (Estados Unidos), cuna de historias extrañas con condimentos esotéricos y sobrenaturales que tanto amaba el autor. En los alrededores hay bosque y valles oscuros, que enmarcan  sus inquietantes relatos. Umberto Eco no resistió la tradición y creó su propia ciudad en Baudolino (2000). En Pndapetzim, una urbe de algún lugar del Asia, todos los habitantes son monstruos humanoides del bestiario medieval: blemias, gigantes, sátiros, poncios, panocios y pigmeos. Esto nos lleva a las ciudades ficticias imaginadas por Jonathan Swift en Los Viajes de Gulliver (1726): Brobdingnag, donde viven gigantes, luego viajó a la isla flotante de Laputa y otros reinos raros: finalmente, al país de los caballos, Houyhnhnms; y por supuesto la famosa Lilliput, que es el primer viaje, y quizás el más famoso, donde viven todos seres diminutos.

Las ciudades ficticias, por cierto, nunca son tan ficticias, o al menos eso intentan demostrar críticos y lectores. Los autores se empeñan en diseñar esos mundos complejos y vívidos, donde no hay límites y donde crean su propio verosímil. Si no, que lo diga quizás la más famosa de todas: Macondo.

Una noche, tras haber deambulado durante 26 meses, José Arcadio Buendía soñó con una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo cuyo nombre era Macondo. Fue construida a orillas de un río “con un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, y repleta de ciénagas y pantanos. A partir de que Gabriel García Márquez publica Cien años de soledad (1967), Macondo se  convirtió  en  una  ciudad  querible, mencionada  en  decenas  de  novelas.  Y si bien la ciudad es destruida por un ciclón y con su destrucción muere el último descendiente de los fundadores, ¿Quién no puede soñar que en algún lugar haya otro Macondo esperando nuestra visita literaria?