El escritor español Javier Reverte realizó un extraordinario periplo por las islas griegas, que remeda el viaje del héroe mitológico. Lo contó en Corazón de Ulises. En ese relato afirma que cuando uno viaja “es mejor llevar libros de escritores viajeros que cargar en la mochila con un exceso de guías turísticas.” Su libro habla del hoy de ese entramado de islas pero siempre asoman fragmentos de La Odisea. Como se sabe, junto con La Ilíada son los textos fundadores de la literatura occidental.
Quizás por esa razón los libros de escritores viajeros o los viajeros devenidos escritores conforman una fauna particular y tienen millones de seguidores en todo el mundo. Varios siglos más tarde, Marco Polo, quedará en la memoria como escritor cuando era mero viajero curioso y casi accidental. Su magnífico derrotero por la China medieval, donde vivió por más de 25 años (partió en 1269 y regresó en 1295), quedó registrado en lo que se conoció como El libro de las maravillas del mundo, que terminó siendo conocido como Los viajes de Marco Polo.
Otro tanto se puede decir del insigne Ibn Batuta que partió de Marruecos hacia La Meca, a donde llegó en 1325, y nunca más detuvo sus pasos. Irak, Irán, Asia Menor, Yemen, Omán, el Cáucaso, el sur de Rusia, Constantinopla, Turkestán y Afganistán; luego la India, la China y Malabar, fueron algunos de sus destinos en sus más de, dicen, 120 mil kilómetros en 30 años, que quedaron resumidas en un libro llamado simplemente Viajes.
El entusiasmo de los viajeros no cejó nunca. Si uno decidiera visitar África, o al menos quisiera intuir algo de ese continente casi desconocido, debería leer sin duda a Joseph Conrad. Muchos de sus libros registran viajes (él fue un marino profesional), pero quizás ninguna sea tan contundente como esa entrada en mundos inquietantes que registró en El corazón de las tinieblas, en el que narra de forma oblicua las atrocidades que se estaban cometiendo contra la población autóctona del entonces Estado Libre del Congo. Más allá de la anécdota, literatura al más alto vuelo.
Otro viajero impenitente y que registró su derrotero fue el escocés Robert Louis Stevenson famoso por El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, pero que dejó bellísimos relatos de viajes entre divertidos y aventureros. En un recorrido de juventud se internó en la agreste Francia con una curiosa compañía (Viajes con una burra por los montes de Cévennes) ya consagrado, se le animó a los mares del sur (entre muchos otros, asoma esta experiencia en Cuentos de los Mares del Sur (1896). Stevenson amó tanto esas tierras que dejó su cuerpo en una de las islas de la Polinesia.
Más actual, el inefable Paul Bowles, autor de la magnífica novela El Cielo Protector (1949), fue un neoyorquino que vagabundeó por el mundo y detuvo sus pasos en Tánger, fin de su peregrinación. En El Diario de Tánger 1987-1989 (1991) ofrece una crónica de su vida en Marruecos. Sus viajes por África están registrados en Cabezas verdes, manos azules (1963).
Paul Theroux, autor de La Costa Mosquito, y gran viajero escribió: “Ningún astronauta ha demostrado capacidad alguna para transmitir su experiencia mediante la escritura”. Porque no se trata solamente de viajar, sino de lograr un registro significativo.
Como dicen algunos, se viaja para huir de un pasado o de un lugar, o de uno mismo. Hay quienes todavía buscan el vellocino de oro. El mundo se ha transformado en un sitio de difícil tránsito, pero aun así, todo viaje amplifica los horizontes de la mente. Porque como dice el poeta portugués Fernando Pessoa, parafraseando a los antiguos marineros: “Navegar es necesario. Vivir no lo es”.