Una reciente encuesta realizada a través de redes sociales y de manera personal e informal en un universo de mujeres y hombres de más de 30 años con formación terciaria o universitaria en establecimientos públicos radicados en la ciudad de Mar del Plata arrojó datos significativos. Ante la pregunta ¿Qué libro te gustaría volver a leer como si fuera la primera vez? sólo el 31% de quienes respondieron la pregunta, todos hablantes maternos del castellano, eligieron un libro escrito originariamente en esa lengua mientras que el 69% restante eligió un libro escrito en otra lengua y leído en una traducción. Este dato cobra mayor relevancia cuando se comprueba que sólo el 21% fija esa lectura en el período de la niñez y adolescencia.

Entre las preferencias acerca de la otra lengua, el 63% eligió textos provenientes de la lengua inglesa divididos en dos tercios proveniente de lo que se podría llamar la literatura norteamericana de finales del Siglo XIX y primera mitad del Siglo XX, los clásicos que excluyeron autores como Paul Auster -que en los noventa contaba con un sinnúmero de entusiastas lectores. El tercio restante prefirió literatura inglesa y, contrariamente a la literatura norteamericana, se trató de escritores de la segunda mitad del siglo XX, haciendo la sola excepción de Oscar Wilde, quedando relegados al olvido, o excluidos de instancias placenteras, clásicos como Shakespeare, Conrad o Elliot.

En este sentido, resulta predecible no encontrar clásicos de la literatura española y latinoamericana entre las menciones. Todo podría explicarse a través de la lejanía en el tiempo y la extrañeza del uso cotidiano de lengua para entender la ausencia de Cervantes pero es difícil de explicar que no hayan sido nombrados García Lorca, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes y García Márquez si no se admitiera, en principio, que la bendición canónica que sufrieron los convirtió en maestros de las letras y santos de la literatura; ya no serían compañeros de lectores elegidos para cometer fechorías y transgresiones.

Vale resaltar que el 56% de quienes reaccionaron en Facebook a la publicación contestaron y, en el caso de las entrevistas personales, el 24% dijo no saber cuál sería ese libro como primera respuesta; en un porcentaje similar al de redes sociales, el 57%, contestó de manera inmediata. Ahora bien, sólo el 17% del universo total de los encuestados (recordemos que todos hablantes de castellano del Río de la Plata como lengua materna) relacionó esa probable experiencia con literatura escrita en su castellano. Sin embargo, si bien apenas un tercio optó por libros en lengua castellana, más de la mitad de los que lo hicieron (el 57%) eligió algo de lo que denominamos literatura argentina. No sólo resulta llamativo que la totalidad de esas elecciones sean en la variedad del Río de la Plata, quedando excluidas otras variedades del castellano hablados en el territorio de la nación argentina (por caso no son mencionados autores como Tizón o Di Benedetto), sino que entre esas elecciones resaltan las ausencias de escritores de la vanguardia de los ´60 y ´70 como Osvaldo Lamborghini, Puig, Conti, Walsh o Viñas que parecieran ser sólo objeto de estudio de especialistas o, cuando no, piezas de exposición en el Museo de la Novela de la Eterna, un pequeño homenaje a Macedonio Fernández que tampoco es nombrado. La mención de escritores como Arlt, Marechal o Borges, entre otros, homologa el gusto de estos lectores con la literatura norteamericana -mismo período- y señalan como anómalo a Piglia y Soriano que figuraron entre las preferencias. De las menciones sobre producciones recientes, debemos decir que se trata de casos de escritores noveles y se presuponen vínculos amistosos. Ernesto Sábato tampoco fue listado pero las razones de la omisión, por seguro, tienen que ver con su pérfido aburrimiento y hondo dramatismo.

En la segunda línea de las preferencias en lengua extranjera se ubica la literatura rusa de finales del Siglo XIX liderando el segmento, próximo en porcentajes aparecen escritores franceses inmediatos al final de la segunda guerra mundial y, muy por detrás, Herman Hesse monopolizó el gusto por la literatura iniciática. Cabe agregar, en esta zona limítrofe, que en toda las encuesta hubo una sola respuesta de literatura de autoayuda, entendiéndose esta elección como una broma dentro del grupo social que fue encuestado.

Volviendo sobre la propuesta planteada para la pesquisa -¿Qué libro te gustaría volver a leer como si fuera la primera vez?- acerca de la relación del placer con la lectura y vistos los resultados cabe interrogarse si la lengua distinta que leemos en las traducciones españolas (o mejor dicho, de la lengua de las traducciones en su mayoría) sería comprendida como una lengua “literaria” para este grupo social, una lengua entre cofrades que señala la presencia del artefacto literario o del hecho estético, si se prefiere. Otro interrogante válido sería tratar de establecer en qué medida esas respuestas fueron la declaración de la apropiación de un capital simbólico prestigiante o, por el contrario, apenas la reafirmación de pertenencia a un grupo social ya establecido.

En todo caso, la elección de esa lengua “literaria”, propia de las traducciones, denota la presencia de un principio ordenador de lo qué es literatura en una clara apreciación individual -asocial-, en tanto que casi la totalidad de las respuestas fueron vinculadas a experiencias sentimentales e íntimas. Entonces, ordenadas las preferencias en esa otra lengua, las ausencias se tornan nítidas y conforman un vastísimo corpus que podríamos llamar cultura. Corpus que, al parecer, no tiene espacio placentero que lo contenga y que se podría llenar con otras asignaciones.

De esta manera, se puede entender de modo legítimo a esa otra lengua “literaria” como la destrucción de la lengua del canon. Vimos, en el análisis de los datos, cómo las respuestas armaron sistemas duales opositivos que se patentizaron en las elecciones en lengua inglesa y en castellano rioplatense. En esas polarizaciones apareció esa otra lengua “literaria” hecha de significantes que no llegan a tener un significado social que, al cancelar los pasillos del debate social y público en la literatura, privilegian la experiencia individual. Ahora bien, también resulta estimulante preguntarse si esas preferencias tienen un correlato en algún listado de longsellers y bastaría con ver repeticiones listadas como Hemingway, Mark Twain, Dostoievsky, Tolstoi, Oscar Wilde para aseverar una afirmación. Incluso lo que denominamos las anomalías de Piglia y Soriano encuentran razón aquí. Es decir, la interrogación sobre este grupo social nos devuelve una ideología acerca de la literatura muy próxima a los rigores de la sociedad mercantil donde la comunidad literaria resulta algo improductivo, meramente vinculada al placer estético con sólidas bases morales. Una versión postmoderna de lo bueno y lo bello de los griegos, podríamos decir.

Estas preferencias no dejan de ser reactivas y, a la vez, críticas. Y aunque no dejan de correr por el borde de una idea de literatura un tanto arcaica o, al menos, residual (pensada como horizonte de producción de nuevos escritores) esta encuesta nos habla de la construcción del placer de un grupo social, que detenta un capital cultural por encima de la media, vinculado a autores libres de derecho (en su gran mayoría) y que, por tanto, permiten grandes tiradas para ser vendidas a bajo precio o en mesas de saldos. En suma, en ese gusto por lo “clásico” se ven las huellas de un mercado editorial pequeño que se nombra a sí mismo con otra lengua “literaria” y que desde ese extrañamiento se contrapone en términos morales a una cotidianeidad que no deja de referenciar lo social como una problemática compleja.