¿Alguien oyó hablar de Benesdra? De su muerte, anónima, poco se supo: hace más de 20 años. Desde su apellido –de evidente sonoridad judío sefaradí– y su nombre –un paradójico Salvador–, este escritor construyó su mito en silencio y lo cimentó con su suicidio.

Alguien lo calificó como “el último de los escritores malditos”. Quizás como Lautréamont, con Artaud, como Anaïs Nin, o como la más cercana Alejandra Pizarnik. Pero Benesdra, creo, no buscaba subirse a ese pedestal de dudoso gusto.

Periodista prolífico, ajustado analista político, Benesdra solo quería escribir. Su monumental novela El traductor había sido rechazada por varias editoriales. Era muy larga, muy compleja: los editores buscaban algo fácil, y no un texto de 600 páginas con mucho de crítica a las estratagemas de izquierda de los años anteriores y una profunda decepción por el neoliberalismo que acosaba con perfume de shopping.

Como periodista trabajó en La Voz, un diario de vida corta financiado por dinero residual de los Montoneros, luego pasó a La Razón para recalar finalmente en 1988 en la sección de política internacional de Página/12.

En 1995, Benesdra dejó el diario y se instaló en Arachania, un pequeño pueblo uruguayo sobre la costa atlántica. Quizás el sonido de ese nombre parecido a Acracia, o Araucanía, lo sedujo. Dicen que iba a tratar de acortar El traductor que había sido finalistas del Premio Planeta Argentina de ese año, pero no ganó. Otros sostienen que quería ver el mar y completar su otro proyecto, Puntería, una novela que se apoya en la lógica del zapping.

Si bien era joven, Benesdra arrastraba un dolor en la espalda que lo obligaba a permanecer en cama, eso al parecer lo deprimía mucho. No se sabe por qué a fin de ese año 1995 regresó a Buenos Aires. El hombre sufría de brotes psicóticos, por eso se supone que volvió. El 2 de enero, saltó por el balcón de un décimo piso. Tenía 44 años.

Su novela, reeditada por Eterna Cadencia en 2012, cuenta el derrotero de Ricardo Zevi, traductor en una editorial de izquierda. Zevi conoce a Romina en un bar, una joven adventista que recorre las mesas con su prédica, que se ajusta a su medida: una muchacha capaz de aceptar las aberraciones de la vida como si fuera fruto del destino. El repentino amor, los estorbos y la incompatibilidad sexual dan paso a perversiones cuando no a violencia. Admirador de las corrientes neoliberales, Zevi ve muy pronto su vida amenazada por la eufemística “flexibilización laboral”.

De su novela dijo El País, de Madrid: “Escrita en vena de desmesura, la trama une una pasión dispar entre dos seres tan distintos como un paraguas y una máquina de coser (delicia surrealista narrada por un macho rioplatense), con crisis ideológicas, comicidad inesperada, locura, desencanto y una fauna de humillados que recuerda al mejor Roberto Arlt”.

De Benesdra se conoce además un libro inclasificable: El Camino Total, una suerte de texto de autoayuda.

Nerio Tello
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