Hubo una generación de niños que crecimos escuchando cuentos fantásticos, o de hadas, o populares. En esos tiempos Caperucita Roja era una niña ingenua devorada por un lobo, nadie pensaba en adultos abusadores. La tierna Cenicienta era maltratada porque le había tocado una familia de acogida particularmente disfuncional. Después vinieron los estudios donde desmenuzaban la real metáfora de aquellos cuentos y muchos adultos, antes niños, asumimos que habíamos sido maltratados intelectualmente por nuestros padres.
Claro, ahora uno se pregunta de dónde sacaban los argumentos los famosos Hermanos Grimm, o Perrault, o Andersen… por nombrar a unos pocos. Al parecer, de la misma realidad. Historias que se fueron trasmitiendo como la odisea de Margarete von Waldeck, hija de un noble en Bavaria, propietario a su vez de minas donde una enorme cantidad de gente terminaba literalmente dobladas, como “enanos”. La segunda mujer de su padre, como es de esperar, odiaba a su hijastra por lo que fue enviada a Bruselas, donde se enamoró ¡de un príncipe!: Felipe II de España. Como el rey español no estaba de acuerdo con esta relación, mandó a “dormir” a la joven. Margarete, que no despertó, nunca supo que su historia terminaría convertida en Blanca Nieves y sus infaustos lacayos en simpáticos enanitos.
En cambio Cenicienta al parecer fue inspirada por los griegos. Una esclava muy bella conquistó a su amo, quien la liberó para convertirla en su esposa. Así la bella muchacha dejó de lavar los pisos y pudo comer frutas y dulces. Otra versión cuenta que esta misma esclava se bañaba en el río cuando una golondrina le arrebató una sandalia. El ave llegó al palacio de Menfis, donde dejó caer el calzado. El propio Faraón encontró la sandalia y cautivado por la perfección del calzado comenzó a buscar a su dueña. Sin embargo, lo que verdaderamente le da dimensión a la historia es la invención, literalmente, del zapatito de cristal. Porque sabemos que no existen tales zapatos, pero su sola imagen hizo crecer la imaginación de millones de niños y niñas.
El escritor italiano Giambattista Basile, en un libro publicado en el siglo XVI, Pentamerón: el cuento de los cuentos, relata que en el siglo XV había una repostera que fue acusada de brujería por un pastelero, celoso de que sus galletas de jengibre fueran las mejores. Si bien esta mujer intentó huir, la atraparon y encerraron en el horno de su casa para quemarla viva, modalidad con que en esas épocas despejaban las dudas. Al parecer, el cuento Hansel y Gretel añade a los niños con el solo propósito de que no se alejaran de las casas en épocas donde no se sabía dónde estaba el peligro real.
En cambio Caperucita Roja era en su origen una historia sangrienta para educar a las adolescentes y evitar que las convenciera “cualquier lobo”. La historia ya se contaba en Italia en el siglo XIV. “La finta nonna”, o sea “La falsa abuela”, no era un lobo, sino un hombre-lobo, y la chica, que no solía usar capuchas de colores, nunca encuentra al cazador. Al parecer, en algunas versiones el Lobo-Abuela convencía a la muchacha de que se desnudara y luego la comía. Y hasta había versiones más suaves donde la niña escapaba.
En la versión original de Charles Perrault: Le Petit Chaperon Rouge, aparece por primera vez la caperucita roja pero fueron los Hermanos Grimm que le añadieron un final feliz con un cazador que rescata a la pequeña niña y su abuela del estómago del lobo.
Todas estas historias están hilvanadas por hilos mágicos. Los zapatitos de cristal, los enanitos, la capuchita roja, el espejo que habla, los guijarros que dejaron Hansel y Gretel… las historias, terribles a veces, se elevan cuando encuentran estos artilugios que a nosotros como niños nos hacían pensar que había magia más allá del apagado mundo. Creo que era la intención de nuestros padres.