Cuenta Séneca que Calvicius Sabinus, un liberto que se hizo millonario y deseaba por todos los medios ser un erudito, en lugar de comprar manuscritos (algo habitual entre los ricos porque estamos hablando del primer siglo de nuestra era) compró once siervos. Cada uno de ellos sabía de memoria una obra. El más importante, debía conocer los poemas de Homero. Otro debía saber todo Hesíodo, y los nueve restantes tenían que reproducir a los nueve poetas líricos. Una verdadera biblioteca humana.

Esto que parece una rareza, respondía en realidad a la forma de leer en esa época. Nosotros, en la actualidad, entendemos la lectura como una actividad compleja, que exige concentración, soledad… eso era totalmente ajeno en la cultura de la voz viva. El lector antiguo era un lector en voz alta. Y si bien el aristócrata sabía leer y escribir, con frecuencia no lo hacía por sí mismo: seguía la costumbre de dictar sus obras a sus secretarios y amanuenses. Por esa razón el contacto con la página escrita tenía en Roma un sentido profesional. Plinio el joven, famoso abogado, escritor y científico, se hizo famoso porque era uno de los intelectuales que más libros había “oído”.

Los médicos en la antigüedad recomendaban a sus pacientes caminar, correr o leer, todas actividades de gran desgaste físico

El lector sostenía el rollo con la mano derecha mientras estiraba y volvía a enrollar, con la otra mano, el fragmento que ya había leído. La tarea, sin embargo, no era sencilla por las dimensiones de ciertos rollos. Además, se le pedía al lector “interpretar” con gestos –ampulosos por cierto, estamos hablando de italianos– para graficar la lectura. Se sabe incluso que los médicos en la antigüedad recomendaban a sus pacientes caminar, correr o leer, todas actividades de gran desgaste físico. Precisamente Plinio cuenta que el gran lector Verginius Rufus tenía 83 años se le cayó de las manos un rollo (que llamaban “volumen”) muy grueso. En su intento por recogerlo, perdió el equilibro y se rompió la cadera. El malogrado Rufus contradijo en carne propia aquello de que los libros no muerden.

Entre las virtudes de un buen lector estaban su voz y su expresividad. Pero, por sobre todas las cosas, su habilidad para  “desentrañar” los vericuetos de la lectura. Los textos, hay que aclararlos, estaban escritos en forma continua. No existían puntos ni comas… ¡menudo problema!  Los griegos habían desarrollado una regla donde separaban palabras por medio de un punto o de una línea, pero a los romanos no le pareció interesante. Claro, en la antigüedad, la lectura instantánea (a primera vista) no era la norma, y cuando alguno lo lograba era considerado de una destreza excepcional.

Hubo que esperar un par de siglos más para que los nobles puntos y las bellas comas se sumaran a los textos y evitaran disputas

Por lo tanto, el lector debía poseer una base de conocimientos gramaticales que resultaban indispensables para la lectura. Al puntuar su página según su criterio, el lector buscaba sacar las ambigüedades y reconstruir los valores retóricos y estilísticos del texto.  Se cuenta que leyendo la Eneida, el lector Donato fue censurado por Servius por haber tergiversado el texto de Virgilio. Donato leyó “un pueblo reunido desde Troya” en la frase: “collectam ex Ilio pubem”. En cambio Serviuis sostenía que la frase correcta era: “collectam exilio pubem”, o sea, “un pueblo reunido para el exilio”. ¡Vaya detalles que ocupaban a los romanos!

Hubo que esperar un par de siglos más para que los nobles puntos y las bellas comas se sumaran a los textos y evitaran disputas. Por esta razón el gran Casiodoro llamó a los humildes signos de puntuación: “Senderos del significado y faros de luz para las palabras”.