Chiloé significa tierra de cáhuiles, unas gaviotas chillonas de cabeza negra, pero debiera llamarse tierra de madera y papas” escribe Maya Vidal sobre ese “remoto” archipiélago al que llega escapando de las drogas, la mafia, falsificadores, policías corruptos y hasta un poco de sí misma. En El cuaderno de Maya (Plaza & Janés, Editorial Sudamericana, 2011), Isabel Allende utiliza el recurso del diario para que Maya cuente, su propia historia. Esa que comienza a registrar en una de las pequeñas islas del archipiélago del sur de Chile, pero que se inicia mucho antes y tiene capítulos muy oscuros.

En muy pocas palabras podría decirse que Maya llega a Chiloé para sanar. Esa tierra que primero define como “el culo del mundo”, que le parece extraña, donde se siente perdida, no solo se convertirá en su hogar sino que pasara a considerarlo “el ojo de la galaxia”.

La protagonista se encuentra en este viaje con personajes memorables y Chiloé es uno de ellos, porque la pequeña isla en la que Manuel -un sociólogo y antropólogo sobreviviente de la dictadura de Pinochet- la recibe, cobra vida propia.

La forma de vida de los isleños, los paisajes, el mar, las casitas de madera, el clima, logran conquistar a Maya quién en ese ambiente rememora su corta pero intensa vida y encuentra una parte de su identidad que ni siquiera sospechaba. En ese entorno, tan diferente a Berkeley -donde nació y creció con padre y madre ausentes, pero con una “Nini” (abuela) y un “Popó” (abuelo) que la criaron como a una hija- repasa los acontecimientos de su pasado, se apacigua, se encuentra y logra poner primera hacia su futuro.

El cultivo de papas al que se refiere Maya en su definición, se desarrolla en el archipiélago desde mucho antes de la llegada de los europeos y sigue siendo una de las principales actividades económicas de la región.

Hay gran variedad de papas en la zona, que llaman la atención por su colorido, tanto en la cáscara como en su interior, textura y sabor. Las papas se consumen en diferentes formas y son ingredientes fundamentales del curanto, una forma de cocción en un pozo y con piedras calientes que, no solo en la novela de Allende, forma parte de una ceremonia tradicional que en varios pueblos recrean para los turistas.

La isla en la que recala Maya no es la excepción y así lo cuenta: “Asistí a un curanto, la comida típica de Chiloé, abundante y generosa, ceremonia de la comunidad. Los preparativos comenzaron temprano, porque las lanchas del ecoturismo llegan antes del mediodía. Las mujeres picaron tomate, cebolla, ajo y cilantro para el aliño y, mediante un tedioso proceso, hicieron milcao y chapalele, unas masas de papa, harina, grasa de cerdo y chicharrones, pésimas, a mi entender, mientras los hombres cavaron un hueco grande, pusieron al fondo un montón de piedras y encima encendieron una fogata.

Cuando la leña se consumió, las piedras ardían, lo que coincidió con la llegada de las lanchas. Los guías les mostraron el pueblo a los turistas y les dieron ocasión de comprar tejidos, collares de conchas, mermelada de murta, licor de oro, tallas de madera, crema de baba de caracol para las manchas de vejez, ramitos de lavanda, en fin, lo poco que hay, y enseguida los congregaron en torno al hoyo humeante de la playa. Los cocineros del curanto colocaron ollas de greda sobre las piedras para recibir los caldos, que son afrodisíacos como bien se sabe, y fueron poniendo en capas los chapaleles y milcao, cerdo, cordero, pollo, mariscos de concha, pescado, verduras y otras delicias que no anoté, lo taparon con paños blancos mojados, enormes hojas de nalca, un saco que sobresalía del orificio como una falda, y por último arena. La cocción demoró poco más de una hora y mientras los ingredientes se transformaban en el secreto del calor, en sus íntimos jugos y fragancias, los visitantes se entretenían (…). Los expertos sabían exactamente cuando se habían cocido los tesoros culinarios en el hoyo y quitaron la arena con palas, levantaron delicadamente el saco, las hojas de nalca y los paños blancos, entonces subió al cielo una nube de vapor con los deliciosos aromas del curanto. Se produjo un silencio expectante y luego un clamor de aplauso. Las mujeres sacaron las presas y las sirvieron en platos de cartón con nuevas rondas de pisco sour, el trago nacional de Chile, capaz de tumbar a un cosaco”.

Es verdad que no resulta sencillo realizar un curanto en pozo, como la tradicional y ceremonial celebración de Chiloé, pero tanto en Chile como en algunos lugares de la Patagonia Argentina se realiza también una versión en olla y, también puede realizarse al disco. Se trata de una preparación más parecida a un guiso o un cocido dado que, a diferencia del de pozo, por la forma de cocción se conservan los líquidos de los alimentos que se le incorporan.

Probar realizar un curanto requiere una olla profunda, dorar un poco de cebolla y disponer en capas distintas verduras, mariscos en sus valvas, presas de pollo y carne vacuna cortadas en trozos, longaniza, papas bien lavadas y con su cáscara, que se cocinan a fuego medio o bajo, durante al menos 90 minutos y bien tapados con hojas de repollo. Unos diez o quince minutos antes, se le agregan camarones y cholgas, mariscos muy típicos del sur de Chile.

Mientras hilvana la historia de la joven Maya, Allende no deja pasar la oportunidad para describir su país, algunos de los capítulos más oscuros de su historia y otros problemas más modernos. Así refiere, en pocas pero contundentes palabras al apogeo y crisis de la industria de la cría del salmón. El consumo de salmón rosado tuvo un gran crecimiento hace algunas décadas y en el sur de Chile, su producción tuvo gran repercusión, primero como actividad industrial y comercial y, luego, por el impacto ambiental que tuvo en el océano y por el desempleo que generó el derrumbe del sector.

Así lo describe Maya en su diario: “En Chiloé la cría industrial del salmón era la segunda del mundo, después de Noruega, y levantó la economía de la región, pero contaminó el fondo marino, arruinó a los pescadores artesanales y desmembró a las familias. Ahora la industria está acabada, me explicó Manuel, porque ponían demasiados peces en las jaulas y les dieron tantos antibióticos, que cuando los atacó un virus no pudieron salvarlos. Hay veinte mil desempleados de las salmoneras”.